viernes, 26 de diciembre de 2008

Wembley '86

En una ocasión, hablando con mi querido amigo Ludwig de temas musicales, me lanzó una pregunta que contesté rápidamente y sin dudar ningún segundo: “si tuvieras la oportunidad de elegir un concierto en el que te hubiera gusta estar ¿cuál sería?”. Siempre había deseado estar en aquel evento. En aquel acontecimiento que tantas veces había visto en el salón de mi casa. Le sonreí al mirarlo e inmediatamente él supo mi respuesta sin necesidad de que yo respondiera. “En Wembley ‘86”. Por supuesto, me refería al espectacular concierto que dio Queen los días 11 y 12 de julio de 1986 en el estadio de Wembley de Londres.


Queen anunciaba una serie de conciertos al aire libre en Europa para el verano del '86. Durante ocho semanas irían de gira por Escandinavia, Alemania, Francia, Bélgica, Suiza, España e Irlanda. La gira europea Magic Tour había empezado el 7 de junio de aquel año en Suecia. En una conferencia de prensa en St James Club, Picadilly, el promotor británico Harvey Goldsmith, declara que la venta de entradas para los dos conciertos de Queen en el Wembley Stadium se acercan al medio millón, y que las entradas para el concierto de Newcastle se agotaron a la hora de salir a la venta. Los conciertos en Wembley para los días 11 y 12 de julio tienen como teloneros a Status Quo y The Alarm. Como parte del festival organizado por Capital Radio, el concierto se graba para una futura retransmisión, y la marca de cerveza ‘Harp Lager’ patrocina el evento. Tuvieron que añadir la actuación del día 12 cuando vieron que, solo por correo, las ochenta mil localidades del estadio de Wembley se habían vendido. De esta forma, Queen se convirtió en el tercer grupo de rock de la historia que daba dos conciertos sucesivos en el estadio. Harvey Goldsmith, promotor del ‘Live Aid’, estaba a todas luces encantado: “la verdad es que estoy emocionado”, comentó, “esto demuestra que, tras quince años, Queen está en la cima de su popularidad”.


Para los nuevos conciertos, la banda debuta con su nuevo espectáculo: un escenario para el que hizo falta practicar agujeros en los cimientos del estadio, un sistema de sonido nuevo de Clare Brothers y el equipo de iluminación más gigantesco de la historia. El efecto general, según Roger Taylor, será “más grandioso que la grandeza en sí. Comparado con esto, Ben-Hur parecería un teleñeco”. No obstante, las características del mismo eran colosales: aparte del panel de luces más grande que se había montado nunca para una actuación en directo -su peso era de 9’5 toneladas- un escenario con casi 55 metros de ancho por más de 15 de alto desde el suelo hasta la parte superior de la iluminación, era el más grande que se había montado jamás en Wembley. El inmenso sistema de sonido tenía una potencia de más de medio millón de vatios, contaba con revolucionarias torres retardadas y comportaba el uso de 180 altavoces situados de cara al público en cada actuación. Se utilizó por primera vez una pantalla Starvision de 6 por 9 metros, para compartir el espectáculo que se desarrollaba en el escenario con el público situado en el fondo del recinto. Fue necesario colocar un enorme depósito de agua detrás del escenario para contrarrestar el tremendo peso de la pantalla, colocada por encima de la parte central del escenario. Gavin Taylor grabó este concierto en Wembley para la televisión del Reino Unido. Se utilizaron 15 cámaras situadas alrededor del estadio, además de una cámara aérea en un helicóptero. Channel 4 adquirió la grabación, y el 25 de octubre de 1986 se retransmitió una versión editada del concierto, llamada Real Magic, simultáneamente en la televisión y en todas las emisoras de radio independientes. El programa de televisión atrajo por sí solo a tres millones y medio de espectadores.


Pero si todas estas características son ya, por sí solas, algo sorprendente, la actuación del grupo en el concierto del 12 de julio, fue sublime. Una actuación impresionante que no se puede describir y es necesario ver y disfrutar, la cual concluyó con la ya legendaria y mítica imagen de Freddie Mercury ataviado con un manto o capa roja de armiño y una corona. En los altavoces suena “God Save The Queen”, la gente corea el himno británico, y Freddie alza la corona, para despedirse del público: “Thank you, beautiful people. Good Night. God bless you”.




Así pues, respondiendo a la pregunta de mi querido amigo Ludwig, me hubiera gustado estar en el concierto de Queen celebrado el 12 de julio de 1986 en el estadio de Wembley de Londres. Y vuesas mercedes... ¿conocen este concierto?, ¿lo han visto alguna vez?, ¿qué opinan?, y por supuesto... ¿en qué concierto os hubiera gustado estar?...echaos un trago para bajar las comilonas del 24 y 25 de diciembre.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Esto no es una felicitación

“Espero que paséis una Feliz Nochebuena y que la Navidad os traiga todos vuestros deseos”

Me suena muchísimo esta frase. Me suena tanto que la recuerdo del año pasado por estas mismas fechas. Pero no es una felicitación. No. En esta ocasión este texto no es una felicitación. En cierto modo me recuerda al cuadro de René Magritte “La Traición de las Imágenes (Esto no es una pipa)”. Quizás este texto sólo sea una excusa para hablar del genial pintor francés y su genial Surrealismo. Aunque pensándolo bien, tal día como hoy, 22 de diciembre, bien podría recordarse otro acontecimiento, 760 años después, la entrada de Fernando III en Sevilla tras ser conquistada el 23 de noviembre de 1248. A veces escribo sin pensar, como si estuviera dentro de un sueño y las imágenes se interpusieran unas a otras. Como si todo se atropellara y apareciera de frente sin avisar, en una amalgama sin sentido y llena de caos, pero todo diferenciado. Es como si se tratara de un desorden perfectamente ordenado. Y tal vez sea así, o sencillamente me dejo llevar por todas las ideas que pasan en mi mente. Sin filtro. Como si no hubiera depuración y se plasmara todo un mundo onírico en papel. Normalmente corrijo estos detalles. Pulo los textos leyéndolos una y otra vez hasta desprenderlos de ese carácter inmediato. Limpiarlos por completo de ese primer boceto sin devastar. Pero en esta ocasión no sigo unas reglas. Esto no es una felicitación, sencillamente es una reflexión en voz alta. Un conjunto de ideas y pensamientos compartidos con todos aquellos que se acercan por este humilde rincón en estas fechas.


Esta mañana me he despertado con la misma música de cada 22 de diciembre. Cantinela y compás marcado por niños regidos bajo un ritmo reglado y estudiado. Ensayado entre algodones de juventud e infancia uniformada. Son las voces de la inocencia dibujada, que algunos visten ya años de pubertad y la madurez y picardía asoma por sus ojos, y otros derrochan desparpajo incandescente de la niñez inmaculada. Números que saltan rápidamente en un baile de cifras rítmico. Grandes o pequeños, esos niños encarnan por unas horas la voz de la Esperanza. El trabajo para un hijo, la casa para una pareja, el tapón de una deuda, la rescisión de un cinturón demasiado apretado, el final de una letra, viajes de futuro, un capricho, el corte a un nudo excesivamente asfixiante, el ocaso del hambre. La Esperanza... la solución para muchos baches del camino. Y esos niños, por unas horas, son los portadores de su voz y su fortuna. Son las 12. Saltan los tres millones de euros. No es mi número. Sonrío. Esto no es el Gordo. No siempre el mejor premio llega en un billete impreso o con forma rectangular. No siempre la lotería tiene carácter monetario o material. No siempre te toca el Gordo un 22 de diciembre. Alegría aderezada con un baño de dinero en varias localidades. Esto no es el Gordo, y vuelvo a acordarme del cuadro de Magritte.


Llego al aeropuerto con tiempo suficiente para comprobar que el avión de mi amigo, el mismo que quiero como a un hermano, llega con retraso. No queda otra cosa que esperar. Una espera envuelta en imágenes que me recuerdan el comienzo de una película. Mientras el tiempo parece caminar con la parsimonia de un anciano que adolece de sus cansadas piernas, la puerta de llegada se abre una y otra vez. Y es entonces cuando me acordé de aquel diálogo: “Siempre que me siento pesimista por cómo está el mundo, pienso en la puerta de llegadas del aeropuerto de Heathrow. La opinión general da entender que vivimos en un mundo de odio y egoísmo, pero yo no lo entiendo así. A mí me parece que el amor está en todas partes. A menudo no es especialmente decoroso ni tiene interés periodístico, pero siempre está ahí. Padres e hijos. Madres e hijas. Maridos y esposas. Novios, novias. Viejos amigos. Cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, que yo sepa ninguna de las llamadas telefónicas de los que estaban a bordo fue de odio y venganza. Todos fueron mensajes de amor. Si lo buscáis, tengo la extraña sensación de que descubriréis que el amor en realidad... está en todas partes”. Ése era el secreto. Nada más. Poco más importaba. La gente salía y se encontraba con sus seres queridos. Las sonrisas se dibujaban en sus rostros y los ojos brillaban con la luz del amor. Abrazos de almas separadas por kilómetros pero unidas por el cordón del cariño. Labios que buscan otros con desesperación y agonía, como si su sabor hubiera quedado latente desde la última vez que se encontraron. Caricias siempre recordadas y miradas cómplices que el olvido no se atreve a desvanecer. El Amor está en todas partes... y ese es el secreto. No hay que olvidarlo cuando comience el año y las Navidades sean tan sólo un lastre que superar en una cuesta empinada. Por eso esto no es una felicitación.


Tal vez a este texto le ocurra lo mismo que al cuadro de Magritte. Quizás sólo se trate de una imagen-pensamiento, como la pipa del pintor francés. Realmente no es una pipa. Miradla bien. Sólo tenéis que fijaros en lo que veis, en lo que estáis contemplando. ¿Acaso no lo habéis visto ya?. No es una pipa. Es un lienzo, un cuadro, una imagen. No puede fumarse. A veces sólo nos quedamos con lo que queremos ver y otras, queremos llegar más allá, dando un trasfondo inexistente a la lógica. Ya lo dijo René: “¿La famosa pipa? No se cansaron de hacerme reproches. Pero ¿puede Ud. Llenarla? No, claro, se trata de una mera representación. Si hubiese puesto debajo de mi cuadro ‘Esto es una pipa’, habría dicho una mentira”. Así pues, el magnífico pintor no solo no miente, sino que además nos está diciendo lo que realmente quiere pintar. El engaño o la traición de las imágenes. Tal vez por este motivo, por el Amor, por esta teoría, por el cuadro de Magritte, por el Gordo, por el aeropuerto o, sencillamente, porque he escrito lo que pienso, sin pensar lo que escribo, esto no es una felicitación. Tan sólo se trata de un ramillete de ideas y reflexiones.


Un conjunto de palabras escritas en las que expreso mi deseo para con vuesas mercedes. No dejen de creer en el Amor cuando el año dé la vuelta en su dígito final. No dejen de ser felices porque siempre habrá una sonrisa que ilumine vuestro mundo. No dejen de creer en esos detalles que hacen posible que todo siga adelante. No dejen de pensar que cada día, al levantaros, puede ser el día que os toque el Gordo. No dejen de regalar abrazos, besos, caricias y sonrisas. No dejen de querer. No dejen de creer... en lo que sea.

Y por supuesto –voto a tal- no dejen en estas fechas de comer y beber, pues no es el humano sólo prodigo en palabrerías y chanzas filosóficas. Pásenlo bien y disfruten al máximo. Que vuestros sueños se cumplan pardiez, pues no es otra cosa lo que este humilde aguaó desea para vuesas mercedes.

Un fuerte abrazo a todos y Felices Fiestas de vuestro amigo Ramsés.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Detalles

Es tiempo de regalos y tiempo de deshacerse en virtudes caritativas para con nuestro prójimo. Supongo que nuestra conciencia intenta limpiarse en estas fechas. Supongo que se da cuenta del poco tiempo que le queda para hacer un balance positivo del año. Tal vez quedarse con el último sabor de una buena acción, aunque sea la única en estos doce meses que expiran, hace sentir mejor a las personas. Luego todo comienza de nuevo. Como el amanecer. Cada día el sol muere en las entrañas del océano tiñendo de un carmesí anaranjado el horizonte. Y cada mañana vuelve a resurgir tras un escenario de luces malvas. Luego todo comienza de nuevo, y es fácil agarrar la mano del olvido para volver a ignorar a nuestra conciencia. Pero hay regalos que no se olvidan. Hay regalos que carecen del volumen material pero no por ello dejan de pesar. Hay regalos grandes que no se ven. Hay regalos que no se pueden palpar, pero se pueden sentir.


Fotografía del increíble Chema Madoz


Son esos regalos los que dan sentido a las cosas. Agarrar la mano del que está a tu lado y sentir su tacto. Sentir cómo se cierra en la tuya. Un mensaje que hace brillar los ojos. Un beso entre calles estrechas y frías. Una caricia inesperada que da calor. Una llamada sencilla, pero capaz de cambiar el ánimo. Una sonrisa... una sonrisa genial e increíble que ilumina la penumbra más aciaga. Una mirada especial. Un abrazo tierno y fuerte a la vez. Quizás no se puedan poner. Tal vez no sirvan para perfumarse. Y es muy probable que no se puedan leer o jugar con ellos. Pero esos regalos son los detalles que hacen que todo siga adelante. Son esas pequeñas cosas que mueven el mundo en la dirección correcta. Esos detalles envueltos en un papel de regalo invisible, que se evaporarán en el mismo momento de ser entregados. Se derretirán. Desaparecerán a simple vista. Volarán con la leve brisa que sople en ese instante. Pero esos detalles son los que permanecen aunque se desvanezcan, pues el minúsculo cordón que los sostiene, no se esfumará. Quedará siempre, para recordarnos que hay regalos, que hay detalles, que nunca se olvidan...

martes, 16 de diciembre de 2008

Judit

La noticia la traspasó y le heló la sangre. No podía creérselo. Había vivido todo aquel tiempo en una espera eterna, sin compasión ni clemencia, siempre atada a la desidia y abandono de unas palabras que iluminaban el único camino que aún veía con algo de luz. El camino de la esperanza. Ahora sentía miedo. Quizás un miedo diferente al de una amenaza, pero muy parecido al que se siente cuando ya no sientes nada. Se desvanecía de un plumazo todo su esfuerzo y el desgaste sufrido. Se sentía sitiada por el destino y atrapada en una emboscada de sentimientos encontrados. La impotencia la tenía agarrada firmemente y no quería soltarla. Se despidió de sus amigos y llegó al coche en un corto camino sin sentido. Todo era diferente a como había soñado. Del amor al odio hay sólo un paso, y tal vez ella lo estaba comprobando, pues en lo más profundo de sus entrañas reverberaban manojos de emociones en erupción. Quería reaccionar ante aquel cerco de mentiras y falsas esperanzas. Ante aquel engaño.

“El ejército de Asiria con infantes, carros y jinetes los tuvieron cercados durante treinta y cuatro días, de modo que el agua se agotó en Betulia. Las cisternas quedaron vacías, y ni un solo día podían beber a satisfacción, ya que el agua estaba racionada. Los niños languidecían, las mujeres y los jóvenes desfallecían consumidos por la sed, y caían en las plazas de la ciudad y junto a las puertas. Estaban ya todos al límite de sus fuerzas” La Biblia, Antiguo Testamento, Jdt 10,19



Fotografía del gran Chema Madoz


No sabía exactamente qué sentía en su interior, pues una mezcla amarga de pena y dolor se dejaba perforar por la rabia y la impotencia. Se aferraba con fuerza al volante mientras las curvas de la carretera obligaban aminorar la velocidad. El impulso irrefrenable de su interior la hacía hundir sin piedad el pie en el acelerador. Sentir cómo su cuerpo se adaptaba al asiento con el empuje de la rapidez la calmaba, como si la celeridad le diera la solución. Su mirada se enturbió y poco a poco las imágenes se quebraron en un puzle de cristales rotos. Una punzada trepó desde su pecho hasta sus ojos. Varias convulsiones acudieron a su corazón sin previo aviso y su garganta se plegó sobre sí misma. No pudo más y rompió a llorar. No tenía ganas de nada más, sencillamente llorar y dejarse llevar por ese momento de angustia y rabia. No podía seguir conduciendo. Se apartó a un lado y aparcó su coche entre sollozos de impotencia. Fuera, la noche se convertía en un telón de fondo inundado de estrellas y luna. Aquella maldita luna que tanto le recordaba a él. Ahora más que nunca, se sentía sola. Una soledad tremendamente insultante. Los recuerdos, a veces, acuden sin ser llamados, y acuchillan el alma sin piedad. Aquellos momentos de cariño, de caricias encontradas, de miradas cómplices, de besos perdidos en noches iluminadas por el sol. No paraba de llorar y tampoco quería. Sintió que todo se derrumbaba a su alrededor y que se había quedado sin nada. La rendición sobrevoló su subconsciente, pero el olor putrefacto de la mentira hedía azotando el ambiente. Sintió que todo había sido una farsa. Sintió que había vivido en un engaño. Tenía la boca seca y pastosa y un sabor extraño. El sabor de la decepción y la desilusión. Y quizás de la rabia. El dolor y el odio se abrazaban en ese momento convirtiéndose en uno. Su mirada se endureció y las lágrimas cesaron de pronto. Sus músculos se tensaron y sintió que la ira se apoderaba de su ser. Tenía que hacer algo. Fue entonces cuando recordó la historia de Judit y el cuadro de Artemisia. Acudió a su cabeza de la misma forma que los recuerdos habían surgido del corazón.

“Sólo quedaron en la tienda Judit y Holofernes, que estaba tumbado en su lecho totalmente borracho. Judit había dicho a su criada que se quedara fuera de la alcoba y que esperara a que ella saliera como los demás días, pues saldría para hacer oración como había dicho a Bagoas. Salieron todos de la alcoba y no quedó en ella nadie, ni pequeño ni grande. [...] Avanzó hacia el poste que estaba a la cabecera de Holofernes, tomó su alfanje, se acercó a la cama, lo agarró por la cabellera y dijo:
-
Fortaléceme en este momento Señor, Dios de Israel
La Biblia, Antiguo Testamento, Jdt 13,15


Sus ojos vacuos, enrojecidos profundamente debido al llanto incontrolable, permanecían fijos. Sin dirección. En su cabeza aparecía la imagen que siguió a la narración bíblica. Se desarrollaba en el cuadro de Artemisia Gentileschi, que había incluido a su criada en la escena. El momento álgido se presentaba en una composición magnífica, donde la cabeza de Holofernes era la protagonista, creando un semicírculo de acción alrededor de ella y quedando brillantemente iluminada. Tenebrismo en estado puro. Con dos fuertes golpes, Judit hundió la espada en el cuello del ebrio general asirio, que se revuelve sin éxito mientras una maraña de brazos va y viene en un único movimiento de resistencia. La sangre salta por todas partes y emerge a borbotones del mutilado gaznate de Holofernes, que comienza a perder la mirada, mientras su brazo se destensa del cuello de la criada, cuyo semblante sigue firme y carente de piedad. La vida se desvanece en unos ojos perdidos y en un reguero carmesí que tiñe los almohadones blancos. Nada tiene que ver esta pintura con la plácida versión de Caravaggio, pintor al que Artemisia profesó una gran admiración. Gentileschi aborda el tema con una terrible crudeza, sin miedo alguno a plasmar los horrores de la decapitación e introduciendo novedades técnicas que sitúan el cuadro en una de las mejores representaciones barrocas.



Aunque la cabeza de Holofernes sea el foco central de la escena, Judit atrae la mirada del espectador. Es inevitable no pararse en ella. Sus fuertes brazos realizan la acción sin dudar un momento. El izquierdo agarra sin piedad alguna la cabeza del general asirio, mientras el derecho cercena con crueldad. Es inevitable no advertir la ira y rabia que encierra su rostro. Su ceño fruncido derrocha coraje, y una leve pincelada de repugnancia, casi imperceptible, asoma en su boca y sus ojos. Pero por encima de todos estos detalles, está su mirada. Esa mirada dura y carente de misericordia o clemencia. Esa mirada que no puede apartar de su víctima porque necesita ver cómo su ira y rabia contenida se desatan con fuerza.



Recordaba la historia de Judit y el cuadro de Gentileschi mientras en sus ojos no dejaba de sentir el calor del sofoco y la irritación del dolor. Sabía que detrás de aquel cuadro había una hipótesis. Sabía que Artemisia lo había pintado como deseo de venganza por la violación sufrida por su maestro, Agostino Tassi y la tortura del juicio posterior. Sabía que, tal vez... la había pintado a ella misma sin darse cuenta. Sorbió la nariz y se limpió el rastro que habían dejado sus lágrimas. Se sintió vacía. Más vacía que nunca. Y perdida en un mundo de engaños y mentiras, donde el sol jugaba a quemar a la luna. Alzó la vista y observó la claridad que desprendía la noche. Parecía como si nada hubiera ocurrido. Parecía como si nada hubiera pasado. Era como si el tiempo se hubiera replegado sobre sí mismo y nunca hubiera existido aquello que tanto anhelaba. Se acabó. Sencillamente se terminó. Se deshizo por el camino de la espera. Y ahora sentía pena y tristeza. Amargura y desilusión. Decepción y dolor. Rabia e ira. Demasiado para asimilar.


Gracias a mi amigo
Canónigo por la luna


Arrancó lentamente el coche y se incorporó a la circulación en medio de un torbellino de sentimientos, emociones y sensaciones. Perdida en la confusión y un sinsentido que no merecía. Perdida en la mirada de Judit. Se imaginó dueña de esos brazos y esa espada. Dueña de ese momento. De esa posibilidad. Justo antes de la decapitación... ¿sería capaz?. Tal vez esa noche en la que Judit mató a Holofernes no había luna. Si fue así... sería porque estaba dentro de la tienda.

Para mi amiga Patri...

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Recuerdos de Santa Catalina

“Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza”Paul Géraldy

Se había enterado por casualidad. Una frase suelta en el aire que llegó hasta sus oídos, mientras la bolsa amarilla recogía las escasas monedas que el día otorgaba. Todos tenemos un pasado, y Mariano también lo tenía. No tan diferente al de mucha gente. Tenía familia y un buen trabajo, pero la vida suele ponerte obstáculos que resultan impredecibles. Eran dos hombres bien ataviados los que comentaron algo al pasar por su lado. Chaqueta y corbata. Ropa de trabajo en campos de negocios, donde las batallas se libran con plumas o estilográficas, y las guerras se ganan con sonrisas y estrategias. Algo le sonaba a Mariano. La información llegó mutilada, casi tanto como su desayuno diario, pero pudo hilvanar los datos suficientes para la cita. Día 12 – Santa Catalina – Nueve de la noche. Siempre había sido un enamorado de aquella Iglesia. No tenía otra cosa que hacer y el tiempo le sobraba a raudales, hasta que la vieja Parca que corta el hilo se decidiera a guardar el suyo.

Gente de todo tipo y condición. Muchos le miraron cuando llegó envuelto en ese viejo abrigo verde raído y lleno de agujeros que había encontrado la semana anterior en la basura. La cara sucia y llena de churretes. Barba de un puñado de días olvidada y pelo enmarañado. Y encima de todo eso, una capa pesada de pobreza, oportunidades perdidas y abandono de la esperanza. Quizás esta última prenda, invisible para los demás, era la que más le pesaba a Mariano. Pero allí estaba. Había acudido a la cita de aquellos dos hombres de chaqueta y corbata. Pero él no se había colado en ninguna reunión de importantes empresas. Ni siquiera estaba estorbando para que los negocios llegaran a buen puerto. Estaba colaborando sin darse cuenta, porque lo que realmente quería y deseaba era estar cerca de ella. De Santa Catalina.


Se apartó un poco del gentío y se sentó apoyado en los muros. Alzó la vista y contempló las personas allí reunidas. Chaquetas, corbatas, botines, camisetas, rebecas, tocas, abrigos. Entonces dejó caer su cabeza hacia atrás y sintió cómo su nuca tocaba la pared. ¿Qué es lo que le queda a un hombre que ya no tiene nada?, sus recuerdos. Aquellos recuerdos era toda la riqueza que Mariano tenía. Y Santa Catalina estaba en la mayoría de ellos. Y lloró. Lloró desconsolada y amargamente. Sin compasión de sí mismo y acordándose de todos los momentos. Cada recuerdo era una pequeña joya envenenada. Era como un puñal de oro que se clavaba en su corazón. La primera vez que cruzó sus puertas acompañado de su padre, la llegada de Cuaresma y sus ansias por contemplar aquel Misterio imponente, las Lágrimas de Su Señora, la cara de su hijo, el mayor, cuando contempló su Capilla Sacramental. Y su mujer, diciéndole que sí ante el altar. Lo había perdido todo... menos sus recuerdos. La única riqueza que le quedaba. No quería que Santa Catalina también se perdiera...

“Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse; antes al contrario, la hacen más profunda”
Gustav Flaubert

La echaba de menos. Mucho más de lo que él mismo hubiera pensado. Rodeado entre todo aquel gentío aglomerado, se sintió sólo. Una soledad extraña y melancólica. Nostalgia de todo lo vivido y ahora desaparecido de su vida, aunque no olvidado. Los recuerdos permanecían y poblaban su mente, pero no ayudaban a combatir el vacío que ella había dejado en su vida. No se sentía con fuerzas para nada más, pero sabía que, si recuperaba Santa Catalina, una parte de su amor volvería con él. Y por eso estaba allí. Por Santa Catalina y sus recuerdos.


Hacía frío y la gente se frotaba las manos. Una señora mayor estaba junto a él con rebeca y toca negra. Tenía que rondar un buen puñado de años, pues su rostro estaba poblado por unas líneas profundas y marcadas, pero sus ojos desprendían vida. Más allá, la gente seguía llegando para apoyar la causa de una restauración. Entonces todo se archivó en un instante fugaz y latente. El abrir y cerrar de ojos de un segundo apiñado en el rincón de lo preciso. Su respiración se quebró y permaneció suspendida. La inmovilidad acudió a su cuerpo y un rictus de expectación congeló su rostro. Había sido tan sólo un momento. Un perfil familiar y un pellizco agudo en la boca del estómago. Pero entonces lo que creyó ver se convirtió en lo que quiso ver. No era quien esperaba. Su respiración volvió y con ella la relajación convertida en desazón y tristeza. Y la soledad. No hay nada más triste que sentirse solo rodeado de gente. Y él se sentía así.


Quizás sus recuerdos no poblaran su soledad después de todo. No veía nada ni escuchaba nada de su alrededor. Sólo sentía una indomable necesidad de sentarse en el interior de la Iglesia de Santa Catalina y contemplarla. Acariciarla con la mirada y perderse entre sus recuerdos de Historia y Arte. La necesitaba porque su amor se había quedado encerrado allí. No quería pasar toda su vida entre recuerdos de una Iglesia desaparecida, quería recuperarla. Y sabía que estaba haciendo todo lo posible... pues ahora, su soledad era mucho más profunda.

“La vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está en saber elegir lo que debe olvidarse”
Roger Martin du Gard

Quizás fuera por eso. Tal vez en su interior, en lo más profundo de sus entrañas, sabía que no podía olvidar. No podía ni quería olvidar, porque su viejo corazón no le dictaba otro menester. Y allí estaba frente a las puertas de su niñez, los muros de su juventud, el arco de su madurez y la cubierta ajada y arruinada de su anciana existencia. Hacía frío, pero el calor humano ayudaba a seguir junto a sus recuerdos. A su espalda se encontraba aquel edificio por el cual había salido tan de noche para ella. A sus noventa años, Angelita gustaba de cenar pronto en invierno, cuando el frío se hacía notar fuera y su brasero encendía el hogar con calor dulce. Un calor exornado con el vapor de la alhucema, mientras su sopa humeaba volutas de picatoste con sabor a hierbabuena. Sorbos pequeños que servían para romper el silencio de su soledad. Y cuando el postre se desmembraba en dulces gajos de naranja, la sintonía de Arrayán la acompañaba en sus noches calcadas en un trasluz de rutina.

Las nueve de la noche era tarde para ella, pero ese día era diferente. Se lo había dicho su vecina por la mañana y ella no lo dudó. Frotó sus desvencijadas piernas con todas las fuerzas de su carácter nonagenario y se armó de rebeca y toca negras, pues el luto sería ya eterno. Y allí estaba. A la hora citada. Rodeada de gente de todas las edades y condiciones. Hombres de negocios, chavales, personas mayores, incluso vio a un indigente mirar la Iglesia con nostalgia. Su pulso temblaba, más por el peso de los años que por el frío, que también hacía mella en sus desgastados huesos. Pero sabía por qué había acudido esa noche allí. Tenía unas grandísimas ganas de vivir, pero era consciente que sus noventa años la acercaban al atardecer de su vida, y quizás no viera restaurada su Iglesia, la misma que la acogió de niña en esos juegos perdidos en la memoria. Pero algo dentro de ella le decía que tenía que estar allí, para que sus hijos la disfrutaran, y sus nietos y todos los que vinieran detrás.


Se giró y contempló Santa Catalina. Estaba sucia, estropeada y enferma. Angelita había olvidado muchas cosas en su vida. Algunos momentos que quiso borrar de su cabeza un día, casi sin darse cuenta. Otros que desaparecieron con el paso de los años y que nadie se ocupó de recuperar. Quizás el secreto fuera ese... saber elegir lo que debe olvidarse. Ella no se había olvidado de Santa Catalina, y allí estaba para demostrarlo. Le habían dicho que su Iglesia estaba enferma, pero que la curarían, y que volvería a entrar. Cerró los ojos y se perdió en todos esos recuerdos que había apilado en su memoria. No era difícil acudir a Santa Catalina, pues su vida había pasado alrededor de aquellos muros que ahora se agrietaban como sus manos.


De vuelta a casa, paseó por el camino de la memoria y las imágenes cuarteadas de su amor incondicional a su Iglesia. Movió el brasero y avivó el cisco. Se apartó un poco de sopa caliente y puso a Juan con sus niños. No sabía si llegaría el día en que volvería a cruzar su puerta prestada, pero tenía la sensación de que no había sido en balde. Tenía la sensación de que todo aquello serviría para algo. Quizás ella no la viera, pero tal vez sus niños sí. Sonrió y se dejó calentar por la sopa y el olor de la alhucema.

“Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces”Marco Valerio Marcial

Afortunadamente iba con don Benito y no con ‘el Cabrillas’, pues su singular humor le hubiera servido en bandeja la posibilidad, casi irresistible, de soltarle un chorlito en sus gélidas orejas. Don Anselmo tenía congelados los pabellones auriculares, que diría don Benito, o los pestiños, que remacharía Paco el lechero, pero sabía que estaba allí porque tenía que estar. Habían entrado en el bar de Antoñito comentándolo. En Santa Catalina a las nueve de la noche el día doce de diciembre. No tenía nada que perder, salvo las orejas, que pronto se desprenderían como dos estalactitas que ceden bajo su propio peso.

Don Benito no paraba de citarle el rico patrimonio que atesoraba la Iglesia. Se había enterado de las intenciones de acudir a aquella concentración de su amigo, y no dudó en preguntarle, siempre bajo una pulcra introducción de corrección impoluta, si podía acompañarle. Don Anselmo no dudó un instante, y ambos se habían encajado hasta las puertas de la desafortunada Iglesia. Aquello parecía una bulla sin canis de punta en blanco, aunque el Jueves de la calle Feria no podía presumir de un ramillete más variado de personajes. Tras echar una rápida visual a su alrededor, don Anselmo consiguió reconstruir una repisa de los diferentes estratos que tiene su Sevilla. Incluso había personas mayores, como la que tenían delante, una señora tocada de negro con rebeca.


Se volvió hacia don Benito y le contó cómo había conocido a Santa Catalina:
- Tengo mushos recuerdoh de Santa Catalina amigo don Benito... pero recuerdo la primera vé que entré. ¡Qué maravilla!. Iba con mi padre y era domingo. Ojú don Benito... frío hasía esa mañana com’ahora. Tenía lah orejah que eran doh poshicle de los que vendían en loh ambigú de los ssine de verano de Triana. Mabía comprao mi padre un papé de calentitoh... ya por aqué entonse tenía yo que tomá Armá. Y me dijo, Ansermo hijo, vamo antrá en la Iglesia de Santa Catalina, verá qué bonita. Y llevaba rassón. Mira... cuando yo entré por ehta puerta y luego crussé la otra... y vi ese retablo tan bonito...
- De don Diego López Bueno mi querido don Anselmo. Sí señor que es una obra magnífica. A nadie deja indiferente – le interrumpió don Benito, que en seguida abrió los ojos como dos huevos tibios al comprender su desliz interrumpiendo a don Anselmo – discúlpame amigo que te he interrumpido.
- No pasa ná. Po lo que tiba dissiendo amigo... mira me subió una cosa por er pesho. Y no eran ardentíah en. Eran unah cohquiyitah dessas que te dissen, ¡coño!, ¡qué cosa má bonita!. Y luego me metió en Capilla Sacramentá... y eso sí que é una joya. ¡Que recuerdo má bonito! Y tó esto agarrao de la mano de mi padre. Estoy reviviéndolo otra vé. Como viví doh vesse.
- Te entiendo amigo don Anselmo. A mí la Capilla Sacramental me encantó la primera vez que la vi. Tiene una riqueza ornamental estupenda. Un tesoro histórico-artístico inconmensurable. Leonardo de Figueroa en estado puro.
- Y esoh Caballos... En Cuarehma entrá en la Iglesia y encontrártelos de esparda. Y esa Señora... ¿hay lágrimah má bonita?


La cosa se movía y la gente se dispersaba como si el último preste de un palio hubiera pasado ante sus ojos. Con el izquierdo por delante y en parejas nombradas, don Anselmo y don Benito se dirigieron al Rinconcillo, con la venia de Antoñito, para calentarse a base de coroneles y poner en fila a un puñado de soldaos.



Y vuesas mercedes... ¿estarán presentes el viernes 12 de diciembre a las nueve de la noche?, ¿qué recuerdos tienen de Santa Catalina? ...echaos un trago y calmar vuestra sed, pues aunque haga frío, el agua siempre es necesaria.

Imágenes de la Fototeca de la Universidad de Sevilla
Cartel gracias al amigo Híspalis

viernes, 5 de diciembre de 2008

El señor de la esquina

Me acosté con la espalda hecha trizas. El silencio me envolvía y la penumbra me arropaba. La negra boca de la oscuridad se cerraba ante mis ojos, completamente abiertos, pero agotados por el trajín de los días. El tiempo no se detenía. No se compraba. El maldito reloj de arena no dejaba ni un solo grano en la base superior, ni un solo resquicio por el que se pudiera arañar un minuto. Las fauces eran enormes y su apetito voraz. Es curioso el tiempo, pues se hace notar cuando la espera se convierte en la sinrazón de una vida y el ostracismo marca el tedio de un compás que languidece. Y es fugaz cuando el momento se goza y las tareas lo asaltan. De pronto me acordé de aquella imagen. En la negra noche y el gris silencio, contemplé ese momento congelado en la calle Laraña, anclado en mi memoria. Aquella imagen que había encontrado en la Fototeca de la Universidad de Sevilla.



Manchas fugaces de personas se dejaban entrever a lo largo de la calle. Un par de coches de caballos y los raíles de un tranvía, ya desaparecido, acompañaban a tres automóviles antiguos, que también se habían perdido a lo largo de los años. No estaba el actual kiosco de prensa ni los semáforos. Pero allí estaba la Iglesia de la Anunciación y la antigua Universidad, persistentes en el pasado y el presente. Testigos de los cambios y del paso del tiempo. Aquellas personas aparecían desvanecidas, en movimiento, como si el reloj corriera para ellas... pero una se mantenía inmóvil. Es como si el mundo girara sin descanso para todos menos para el señor de la esquina. Un hombre tocado con una gorrilla o mascota, ataviado con un traje de chaqueta y corbata, y un abrigo sobrepuesto para calmar el frío. Ese señor parece suspendido en el tiempo. Libre de las cadenas que tiran a los demás a un paso fugaz. Inmóvil y perdurable como la portada de la Iglesia de la Anunciación.



El silencio comenzaba a zumbar con fuerza en mis oídos y la oscuridad se hizo más tenue, cómo si un gris marengo se derramara por las paredes de mi habitación. A veces paso por Laraña y me quedo mirando aquella esquina. La ausencia del hombre inmóvil está allí... pero en otras ocasiones, esos días en los que el cielo se vuelve plomizo y una fina capa de agua cae sobre Sevilla, una sombra se refleja en el suelo y la silueta de un hombre aparece entre las luces brillantes del semáforo. Hay algunas cosas que el tiempo no se puede comer... o no quiere comerse.

martes, 25 de noviembre de 2008

El atardecer de Vincent

Brillaban sus ojos al resplandor de los recuerdos. Estaba viendo aquel libro y entonces apareció ese cuadro primerizo en el prólogo del que sería un gran pintor. Acarició delicadamente la fotografía como si pudiera atravesar con sus dedos el papel y sumergirse en la atmósfera que insinuaba la obra. Su rostro dibujó una sonrisa profundamente melancólica y cargada de sentimientos. Era como si la tristeza, por un segundo, hubiera aprendido a reír, a esbozar alegría sin serlo. Sólo era una ilusión y él lo sabía. A veces, se acordaba de lo difícil que eran algunas cosas, y entonces parecía escuchar su voz... dicen que la vida es así. Y otras, se dejaba atrapar por don Pedro, y cómo sugería que la vida no era otra cosa sino sueño.

¿Qué es la vida? Un frenesí,
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.



Observó el cuadro con detenimiento y su corazón comenzó a latir con una fuerza inusitada. Desboque de sentimientos encontrados en el rincón de la memoria. Pudo sentir que le envolvía aquel atardecer verdoso de tonos pardos y emborronado por las lágrimas de la realidad. El gran Vincent ya demostraba su tremenda facilidad para la pintura, aunque aún no había estallado en su interior el ramillete de pinceladas vivas y chorros de luz que el Impresionismo se encargaría de espolear, para acabar cometiendo con su obra, un toque de originalidad inusitado y único en la Historia del Arte. Había saltado al cuadro y se encontraba en aquella pequeña región de Nuenen que acogiera un tiempo al pintor. Contempló el esquema organizado y trazado de aquella zanja central nevada, que seguía su curso hasta la línea final del prado, otorgando una senda de luz, apenas sugerida, y dividiendo hasta el límite del cielo en dos el paisaje. Árboles y zanja verticalmente y el horizonte como frontera horizontal. La lejanía marcaba el final del día entre tonalidades verdosas, oscuras y terrosas. Sólo una línea de luz marcaba la diferencia de atmósfera de toda la obra. El sol moribundo y sus últimas palpitaciones de color anaranjado. Van Gogh estaba palpando el Impresionismo sin necesidad de acudir a París, pues su genialidad se lo ofrecía en bandeja.


Una lágrima furtiva, desoyendo la fuerza de la razón, descendió rápidamente por su rostro e impactó en el libro quebrándose en mil pedazos. Contempló la lámina que ofrecía el libro detenidamente, una vez más. Vincent Van GoghPaisaje al atardecer. Suspiró en un quejido contenido y sus ojos, vidriosos y febriles, dejaron de mirar para ver en su interior. La tira de imágenes aparecía como una proyección de diapositivas ante su mirada velada. Un atardecer con la sombra del gran Vincent bajo su subconsciente y el frescor del final del día acariciando su rostro. Sintió de nuevo las cosquillas en la boca del estómago y aquel momento congelado en un instante del pasado. Los muslos fríos al contacto de la piedra antigua y los detalles de una historia corriendo ante sus ojos como la función de un teatro clásico. Todo desplegado bajo sus pies en el final de un risco. Y al fondo del pasillo de lo ilimitado, un desfile de luces cambiantes y un disco anaranjado que desciende lentamente. Todo es tan bello. Hay tanta belleza alrededor. Y por encima de toda aquella hermosura, estaba ella.


Nada tenía sentido sin ella. La respuesta a todas las preguntas. La dosis necesaria para seguir con vida. La mayor luz de aquel atardecer. Recordaba su perfume. Su olor. El tacto de su piel bajo sus manos. La fuerza con la que sus dedos se entrelazaban en una alianza de amor incondicional. Sonrió mientras una nueva lágrima le besaba el rostro. Recordaba cómo la había abrazado, delicadamente, sintiéndola entre sus brazos. Cómo le había apartado el pelo suavemente para verla mejor. ¡Estaba tan guapa!. Recordaba su sonrisa y su mirada... la misma sonrisa que le hacía temblar y esa mirada que lo atrapaba. Algo genial y especial. Y ahora, sólo y en silencio, sentado en su viejo sillón, observaba aquel cuadro en el que atardecía en Nuenen. El sol se ponía sin remedio, como aquella tarde. Como aquel día que jamás quiso se acabase. No podía parar el tiempo, y tampoco pudo ese día. El sol acabó clavándose en las entrañas de la tierra. Lentamente. El ocaso de una bellísima tarde que agonizaba mortecina entre luces malvas y anaranjadas. Con una parsimonia cargada de hermosura y nostalgia en un mismo golpe. El fin del mundo atrapado en el límite de un risco de piedra clásica. La impotencia de saber que se acaba el día y que no puedes hacer nada porque finalmente el astro rey se oculte tras el horizonte. No puedes pararlo. No puedes frenar el curso del tiempo. Su vista se convirtió en un velo húmedo y la garganta se cerró rápidamente con un mordisco letal. Ese atardecer sólo era un recuerdo y ahora ella no estaba junto a él para abrazarla, acariciarla y besarla. Y le faltaba el aire. La echaba tanto de menos... ¿Dónde estás?, se preguntó mientras su alma se escapaba por los resquicios de su corazón.

Las palabras de Van Gogh en una de las cartas a su hermano Theo resonaban en su cabeza una y otra vez, “una de las cosas más bellas ha sido pintar la oscuridad, que es también color”. Sin darse cuenta, había pasado todas las páginas del libro, y ahora sostenía la cubierta. Las páginas habían pasado sin ser leídas. Sin ser vistas. Habían pasado sin sentido, como el tiempo transcurrido desde la última vez que la vio...

jueves, 20 de noviembre de 2008

Don Anselmo y la Resurrección

Antoñito se volvió con el ceño fruncido y su única ceja como visera de una frente que empezaba a estar despoblada. Su amigo de la eterna gorra azul eléctrico había encendido una mecha que no era, y el fuego había saltado rápidamente a los ojos del camarero que no dudó en mostrarle su enfado.
- No te pongah así Antoñito... te digo yo que é lo que é – replicaba Manolo ‘el Cabrillas’Debería sé una hermandá de Gloria, te lo vuervo a repetí.


Fotografía gracias a R. Villarrica


Las orejas de Antoñito se movían solas en un rictus incondicional de tensión. Las venillas que las cruzaban habían tomado un excesivo color burdeos, dotándolas de un aterciopelado tono de antifaz allende el Cerro del Águila. Y la banda no estaba lejos, pues el compás de su sien marcaba un ritmo a paso de mudá que alertó a don Anselmo, que hasta ahora había asistido al cruce de dialécticas de uno y otro. Antes de que la boca de Antoñito se abriera para dejar escapar improperios entre la ausencia de molares caídos, Paco el lechero, el espíritu de la golosina encarnado, rompió una lanza a favor del camarero.
- Bueno, bueno Manolo, tampoco hay que sé tan dramático. De Gloria tampoco, lo que pasa que é normá que quieran salí er Sábado Santo, que er Domingo de Resurressión a las sinco de la mañana quea un poco triste. Por eso Antoñito dise que le gustaría que salieran er Sábado – decía a modo de paragolpes Paco el lechero, llevando su mirada al camarero en son de paz - ¿acomo que llevo rasón Antoñito?
Pero Manolo no daba tregua. Era como uno de esos niños de la carrera oficial con la mirada avizor. Esperando la más mínima quietud del cuerpo de nazarenos para lanzarse rápidamente al abordaje del cirio más cercano. Solamente tenía que fijarse bien en el momento exacto de la parada. Antes, incluso, de que los pies se asentaran en el suelo, el niño saltaba de su asiento y estiraba la mano con su trabajada bola hasta situarla bajo el goteo incesante de la cera mientras pide permiso, todo en un gesto y en una misma acción, para no perder aquel preciado oro líquido de la penitencia. Casi como ese niño, Manolo no dejó escapar la oportunidad de volver al ataque ante un Antoñito con la guardia baja, calmado por Paco el lechero, y cuando se dio cuenta, tenía de nuevo una bola de cera bajo su cirio y la sonrisa pícara y cargada de sorna de Manolo ‘el Cabrillas’.
- ¡Que no!, ¡la Resurressión tiene que salí er Domingo de Resurressión!, la misma palabra lo dise: Re-su-rre-ssión, como er Domingo. Y dale grasia que no é de Gloria... ¿verdá que sí don Benito?, tú que sabe de esta cosah antiguah y de la Historia del Señó y tó eso... ¡que estahmu callao! – azuzó Manolo a don Benito buscando el apoyo del pobre hombre mayor, que apuraba su tinto en silencio mientras observaba la acalorada discusión.


Fotografía gracias a Iván


- Hombre... en realidad Manolo lleva razón...
- ¡Lo vé, lo vé, lo vé!, ¡toma ya!, y no la disho cuarquiera... la disho el doctor Liendre, y cuando lo dise éste es porque é verdá... – Manolo celebraba la opinión de don Benito como un triunfo en toda regla, mostrando su caja de dientes amarillos y levantando los brazos, haciendo halago de su escasa higiene personal mientras dos cercos húmedos le rodeaban las axilas, las cuales perfumaban su alrededor. Cuando Antoñito estaba a punto de explotar, sus enormes patillas se erizaban y sus ojos estaban tan encendidos como la antorcha de Los Panaderos, Don Anselmo, callado en todo momento, rompió su mutismo con la solemnidad y la autoridad de una saeta sentida que siembra el silencio.
- Vamos a calmarnos y dejemos hablar a don Benito, que seguro puede ilustrarnos con sus conocimientos y luego cada uno dejará su opinión – don Benito asintió agradecido y empezó a hablar argumentando su decisión de dar la razón a Manolo.


Sublime instantanea del gran R. Villarrica


- Bajo mi humilde punto de vista, el eje principal de la Gloria no puede ser otro que la Resurrección de Cristo Nuestro Señor...
- ¡Amén! – interrumpió Manolo con su risa chirriante, disfrutando de su triunfo dialéctico, a lo que don Anselmo respondió con una mirada fulminante que petrificó la faz de alegría de ‘el Cabrillas’. No volvería a interrumpir a don Benito.
- Pues, como iba diciendo, la Gloria es la Resurrección, por eso, yo siempre he dicho que me parecía extraño incluir como Hermandad de Penitencia a la Resurrección. Si me parece extraño este detalle, más aún me parece que salga un Sábado Santo. Sin embargo, y pese a todo lo que he dicho, también es cierto que nuestra Semana Santa no sigue un orden cronológico prefijado, y el Domingo de Ramos, sin ir más lejos, podemos encontrarnos la Sagrada Entrada en Jerusalén o el Cristo de la Buena Muerte de la Hiniesta, el principio y fin – Manolo estuvo a punto de interrumpir al comprobar que la reflexión de don Benito le desfavorecía, pero la mirada de don Anselmo lo sostuvo – así pues, no es de extrañar que saliera un Sábado Santo, aunque, personalmente, pienso que debe salir el Domingo de Resurrección, como su propio nombre indica. El problema de la actual hora de la salida se solucionaría optando por el cambio a lo largo de la mañana, pues el público acogería con ilusión la única cofradía en la calle de ese día – opinó don Benito.


Impresionante fotografía gracias a mi amigo Iván


Don Anselmo, mediador del debate, asintió con la cabeza y agradeció la breve exposición del anciano, mientras que fue cediendo la palabra a cada uno de los presentes para que ofrecieran su punto de vista. Miró primero a Manolo, que se moría por hablar.
- ¡La Resurressión de Gloria!, y si tiene que salí un día, er Domingo de Resurressión, como ha dicho el doctor Liendre – zanjó ‘el Cabrillas’. Ofreciéndole el turno con una reverencia de chanza a Paco el lechero.
- Yo apoyo a Antoñito. Debería salí er Sábado Santodon Anselmo miró al camarero, que se rascaba las frondosas patillas mientras su mirada no se despegaba de la sonrisilla aceitosa de ‘el Cabrillas’.
- La última del Sábado Santo – espetó con seguridad y un tono de desafío a Manolo, que estuvo a punto de saltar, pero fue frenado por don Anselmo, que se volvía en ese momento al lector de esta entrada y lo miraba atentamente, preguntándole:

- ¿Y voacé, qué opina?

lunes, 17 de noviembre de 2008

'You Take My Breath Away'

“La grabé yo solo en varias pistas. Las voces de los demás no se utilizaron. Toqué el piano y, básicamente, eso fue todo. No sé cómo conseguimos que quedara tan sencilla, ¿sabes?, con todos nuestros añadidos y demás. La gente tiende a pensar que somos muy complejos, y eso no es cierto. Depende de cada tema por separado. Si una canción necesita complejidad, lo hacemos. Así que ese tema, de hecho, es bastante austero, según los estándares de Queen” - Freddie Mercury

A veces, hay pequeños detalles que pasan desapercibidos. Motas de polvo en una nube de arena compacta que conforma un todo. El conjunto suele predominar sobre la singularidad individual, pero esos detalles minúsculos, hacen que tenga sentido todo lo demás. Esos detalles... no se olvidan. Algo parecido ocurre con la canción “You Take My Breath Away” de Queen, del disco A Day At The Races. Una grabación realmente sublime que se suele pasar por alto con demasiada frecuencia.




"You Take My Breath Away"

Oooh oooh take it take it all away
Oooh ooh take my breath away
Oooh ooh yoooouuuu take my breath away

Look into my eyes and you'll see
I'm the only one
You've captured my love stolen my heart
Changed my life
Every time you make a move you destroy my mind
And the way you touch
I lose control and shiver deep inside
You take my breath away

You can reduce me to tears with a single sigh
Every breath that you take
Any sound that you make
Is a whisper in my ear
I could give up all my life for just one kiss
I would surely die
If you dismiss me from your love
You take my breath away

So please don't go
Don't leave me here all by myself
I get ever so lonely from time to time
I will find you
Anywhere you go, I'll be right behind you
Right until the ends of the earth
I'll get no sleep till I find you to tell you
That you just take my breath away

I will find you
Anywhere you go
Right until the ends of the earth
I'll get no sleep till I find you
Tell you when I've found you
I love you



"Me dejas sin aliento"

Oooh llévatela, llévatela lejos
Oooh ooh llévate mi respiración
Oooh ooh tú te llevas mi respiración

Mira en mis ojos y verás
que soy el unico
Has capturado mi amor, robado mi corazón
Cambiaste mi vida
Siempre que haces un movimiento destruyes mi mente
Y la forma en que tocas
Me hace perder el control y tiemblo profundamente
Me dejas sin aliento

Puedes reducirme a lágrimas con solo un suspiro
Cada respiro que tomas
Cada sonido que haces
Es un susurro en mi oído
Podría perder mi vida por tan solo un beso
Y seguramente moriría
si me quitas tu amor
Me dejas sin aliento

Así que por favor no te vayas
No me dejes aquí solo
Me dejarás tan solo de un momento a otro
Te encontraré,
donde sea que vayas estaré tras de ti
Hasta el fin de la Tierra
No dormiré hasta encontrarte y decirte
que me dejas sin aliento

Te encontraré,
donde sea que vayas
Hasta el fin de la Tierra
No dormiré hasta encontrarte
Y te diré cuando te encuentre
Te amo


Si tuviera que dedicarle a alguien realmente genial y muy especial una canción... es muy probable que fuera esta.

¿Conocían vuesas mercedes "You Take My Breath Away"?, ¿os ha gustado?, ¿a quién le dedicaríais una canción?, ¿cual sería?, ¿os ha dejado alguien sin aliento?, no puedo hacer mucho si alguien os ha dejado como dice la canción, tan sólo puedo calmar la sed... así que, echaos un trago.

viernes, 14 de noviembre de 2008

No lloréis...

Un sonido mudo y apagado en la penumbra. Noche recién estrenada que antecede una jornada de despedida. Seis lágrimas de cristal. Sombras perfiladas en la oscuridad y luz radiante en los rincones. El compás inagotable de un reloj que marca el destino de los hombres. El tiempo cayendo por los resquicios de la razón en una cuenta atrás. La melodía de lo perfecto alejándose en la claridad exterior. El rumor de los besos de Sevilla. Los meses plegados cuidadosamente en un abanico de días, horas y segundos. Los ojos sedientos de miles de fieles perdidos en un ramillete salomónico. Incienso ahogado. El alfa y omega en dos manos. El cariño y el amor en una mirada. Un sollozo contenido mientras una espina atraviesa al Hijo de Dios. Puñal de plata y reja dorada. Hábitos almidonados y corazones entristecidos. La garganta se cierra y certeros dardos de pasión cruzan el alma. Lágrimas nocturnas para una marcha anunciada. Y no es otra cosa... es agonía. Tal vez fuera eso lo que sentía aquella hermana. Ahora sólo había silencio. Fuera el mundo seguía girando y el reloj contaba las horas pero dentro... dentro se paraba todo y no había pasado ni futuro, ni siquiera presente. La clausura congela el mundo y suspende los días en saltos puntuales. Pero desde hacía varios meses, la arena que desgranaba el tiempo había vuelto a funcionar en la rutina de su corazón. Los días se consumían como los cirios de promesa y la cera manchaba el adoquinado de su memoria con recuerdos imborrables. Y ahora, en silencio, perdida en las Manos que mueven el mundo, y buscando en la Mirada del Traspaso, un suspiro contenido remueve sus entrañas. No hay nada peor que la agonía. Y ella puede verlo, puede palparlo. La certeza de saber que algo se acaba y no poder hacer nada por remediarlo. Y entonces un temblor le recorre sus manos y en las ventanas de su alma aparece una perla de cristal. Una lágrima cruza su mejilla y siente que es el Señor el que acaricia su rostro y Su Madre la que lo seca con Su pañuelo. Ya se van...



Gracias a R. Villarrica


- ¿Por qué lloras hermana?
- Lloro porque no podré más acariciar Sus Manos con mi mirada. Porque ya no podré contarle a Ella lo bonita que está por la mañana. Porque ya no podré disfrutar de sus silencios. No podré darles un beso de buenas noches. Ver la Luz en la oscuridad. Lloro porque aún no se han ido y ya los echo de menos. Porque el vacío no es otra cosa que la ausencia de aquello que lo llena. Porque se van y siento que no podré dejarlos ir sin acompañarlos. Lloro porque no se qué voy a hacer ahora cuando los busque y no los encuentre... ahora que he conocido el Cielo.



No lloréis Hermanas. No lloréis porque hoy, cuando los rostros sagrados del Señor de Sevilla y Su Bendita Madre sientan el frescor de la tarde, Sevilla sabrá que han estado bien. Sevilla entera sabrá que las Hermanas de Santa Rosalía les habéis cuidado. No lloréis porque Él y Ella nunca olvidan y nunca se van. No lloréis porque vuestros corazones están en esas Manos que mueven el mundo. No lloréis porque vuestros ojos están en esa Mirada que sigue la zancada del Hijo de Dios.



No lloréis más, Hermanas de Santa Rosalía, que cuando la noche sea eterna en Sevilla y la Madrugá se pierda en los resquicios de una mañana de vencejos, un río de negro ruán iluminará el camino hasta vuestra puerta, para recordaros que sois las Hijas del Gran Poder y el Mayor Dolor y Traspaso.

martes, 11 de noviembre de 2008

El mensaje

Hay mensajes que cuestan entregar...



Y vuesas mercedes... ¿harían todo lo posible por entregar un mensaje?

jueves, 6 de noviembre de 2008

Secundarios Protagonistas: el Sayón de La Exaltación

“El Pregonero nuevo vive esta hora con el mismo temblor ilusionado con el que vio su primer paso. Era por Santa Catalina: un colosal barco dorado y largo, con la cruz sólo intuida. Un paso que deberían de llevarlo por lo menos cien costaleros valientes y esforzados, que lograban ese milagro sevillano del movimiento armonioso y esbelto en su andar recio. De chico, admire ‘Los Caballos’. Ahora que ya el niño creció y supo del porqué de las Lágrimas tan tristes de aquella Virgen, y del sentido de la cruz, de su dolor y de su vida, admiro ‘La Exaltación’.”Pregón de Eduardo del Rey Tirado, 1999


Hay algo en la tarde del Jueves Santo que flota en el aire como el aroma del azahar. Hay algo en la tarde del Jueves Santo que se presiente efímero como la vanitas del Barroco. Algo que muy pocos pueden sentir. Algo que se escapa de las manos como la arena del tiempo. Esos detalles que brillan como plata bruñida, que apenas son reflejos de una realidad eclipsada de lo que está por llegar. Hay un halo de tránsito que aparece como velo de alquitrán imperturbable que oscurece el presente para instalarnos en el futuro. Son pocos los que atraviesan ese telón de espera para vivir una jornada fugaz que se ha convertido en vestíbulo de una noche eterna. Pero los que consiguen llegar hasta ella, los que consiguen palpar las maniguetas de la tarde del Jueves Santo, vuelven a disfrutar como lo hicieron cuando eran pequeños. Vuelven a sentirse más vivos que nunca. Porque los niños no han dejado de disfrutar con el Jueves Santo, son algunos mayores los que lo han olvidado.

Y allí estaba yo. Esperando. A todos los niños les gusta ese paso, y yo volvía a sentirme imberbe, atrapado en un mundo sin problemas y lejos de las preocupaciones que asaltan la edad madura. Un río de cirios encendidos presagiaban que la luz mortecina del crepúsculo se cerraba sobre Sevilla. Pronto sería de noche, y la luz azulada del cielo se tornaba púrpura y el morado de los antifaces se confundía con el horizonte y la cera pronto tendería su manto tiniebla sobre los adoquines. La primera fila me dejaba observar el cortejo a la perfección y me hacía regresar a la niñez. Junto a mí una niña miraba con atención el cuerpo de nazarenos, deteniéndose en cada uno de ellos. La observé con una sonrisa. Vestía un bonito vestido celeste que remataba en un lazo anudado a su espalda con un equilibrio perfecto y una pulcritud magnífica. Sobre éste, una rebeca de punto enfundaba sus bracitos y plantaba cara al fresco que comenzaba a sentirse. Para rematar, un bello lazo rosa tocaba su cabello recogiendo el pelo hacia atrás. En una de sus delicadas manos, portaba un programa, y en la otra aferraba con fuerza a su madre. Sus ojos buscaban algo. Buscaban a alguien. Sus ojos buscaban una mirada familiar bajo uno de aquellos antifaces morados que precedían aquel paso que tanto gustaba a los niños. Alcé la vista y encontré un millar de ojos entre los resquicios abiertos de la penitencia. Ojos que me devolvían promesas nuevas y otras gastadas. Y entonces vislumbré que, tras la esquina que giraba un poco más allá, se acercaba el Misterio. Aún no lo veía pero podía sentirlo... no hay nada como intuir la llegada de un paso.


Gracias a Semana Santa de Sevilla siglo XXI


Los ciriales asomaban con su danza inestable al caminar y la sombra delató que avanzaba con paso firme aquel impresionante altar. Los candelabros de guardabrisa aparecieron primero y luego aquel sayón que siempre abría la escena, como el figurante que tira de las cuerdas del telón para que aparezca de un plumazo todo aquel movimiento barroco de ascensión. El increíble paso de Misterio de la Hermandad de la Exaltación apareció con todo su esplendor en la esquina, avanzando con porte y señorío mientras giraba para enfilar la calle en la que me encontraba. El sayón tiraba un poco más en cada paso que daba el Misterio. Atrás estaban los caballos, ejemplo de imágenes secundarias, pero yo siempre me había fijado en aquel esforzado hombre que tensaba sus músculos para elevar en su último suplicio al Hijo de Dios. Ahora sabía algo más sobre él. Obra más que segura de don Pedro Roldán, para arreglar el entuerto dejado por su yerno Luis Antonio de Los Arcos al marcharse a Cádiz. Don Pedro no dejaba las cosas a medias, y este ejemplo no sería un buen detalle para el transcurrir de su taller. Así pues, solucionó la papeleta. De frente, podía observar cómo se desarrollaba la escena. Y ese sayón... ese esfuerzo pictórico de otra crucifixión hecho escultura ante mis ojos. Para mí se había convertido en un secundario protagonista. Un personaje que siempre era el primero en aparecer. El que avisaba de lo que estaba por llegar.


Entonces la sombra del canasto nos alcanzó y la luz de sus candelabros la disipó. El niño de mi interior volvió a abrir la boca y el tiempo regresó al pasado. La corneta destemplaba el sentimiento de emoción y el tambor marcaba el ritmo de nuestros corazones. Todos los presentes volvíamos a nuestra infancia ante Los Caballos de Santa Catalina. Volvíamos a ser niños y a sorprendernos un Jueves Santo por la tarde. Y ¿acaso no es ese el milagro de una jornada así?. Giré la cabeza y contemplé como la niña junto a mí, que ahora cogía su madre, contemplaba alejarse el Misterio. Sus ojos brillaban y permanecían completamente abiertos. Era la inocencia de la infancia. La felicidad de aquello que se puede sentir sin saber nada más. Sin preocuparse por nada más. Se alejaba el Misterio y el presente irrumpía con paso firme en mi cabeza, acostumbrada a merodear por divagaciones efímeras como el pabilo de un cirio. Hacía sólo un momento estaba viendo el paso de Los Caballos, enfrascado en la imagen de aquel sayón caravaggiesco, atrapado en el niño que ninguno de nosotros debemos expulsar nunca de nuestro interior, cuando la madurez acudió a mí. Sólo tuve que fijarme en unas Lágrimas de cristal. Se alejaba el palio de la Virgen de las Lágrimas y algo se movía en mi interior. Como dijo aquel pregonero, vibré como un niño cuando pasaron Los Caballos, y ahora estaba viendo alejarse a La Exaltación. El corazón en un puño. Y la tarde muriendo. La tarde del Jueves Santo, que tiene algo que muy pocos ven.


Se movía la turba y se deshacía el aglomerado. Busqué a la niña que había estado junto a mí. La encontré, perdida su vista, en aquel manto que se perdía al fondo. En su rostro, a diferencia del mío, no había melancolía. Ella sonreía. Una sonrisa amable y dulce. La sonrisa de la inocencia. De la felicidad. Bajó la vista y abrió el programa con la mayor naturalidad del mundo. Yo sonreí y me perdí en busca de mis recuerdos, caminando al filo de mi infancia de Los Caballos y mi madurez de sayón que antecede a las Lágrimas de cristal. Cuando me marchaba, escuché la voz de su madre que la llamaba “¡Claudia vamos!”. Algo me hizo levantar la vista. Ya sabía a quién buscaba entre aquellos capirotes morados...


Gracias a Finidiblanco


Hay algo en la tarde del Jueves Santo que la hace especial... ¿saben vuesas mercedes qué es?, ¿creéis que el sayón que tira de la cruz es un secundario protagonista?, ¿han vuelto a ser niños la tarde de un Jueves Santo?, ¿Los Caballos o La Exaltación?...hace frío en estos últimos días y no hace falta cántaras de barro para enfriar el agua. Hace tiempo que no abría este puesto, pero vuelvo para saciar la sed de todo aquél que quiera arrimarse al fuego de la fragua de don Diego... la misma que servía a Vulcano.

Para mi amigo Finidiblanco, al que pronto buscarán dos ojos más la tarde del Jueves Santo...

miércoles, 29 de octubre de 2008

La Reina en la Villa y Corte


Ya no era noche, pero tampoco era día. La mañana aún no se había despertado y los ojos se resistían a abandonar la luz de los sueños. Parecía que sólo había pasado una hora escasa cuando el aviso llegó en forma de beso. La hora de partir. La Villa y Corte nos esperaba y, como hiciera don Diego hace ya muchos años, o don Bartolomé, nos preparamos para el viaje cuando aún el alba estaba entre sábanas y los pájaros no se atrevían a despertar sus gargantas. Recuerdos anquilosados de un viaje de ida donde el despertar se hizo agonía ante el traqueteo continuo del camino. Abrir los ojos y encontrar otro paisaje. Otros perfiles de azoteas y otro cielo. Frío al primer contacto con el exterior y salida entre bostezos encontrados, arremangándonos el jubón para frotarnos lo más cerca posible de nuestra piel y calándonos el chapeo hasta la sien. Atusándome el bigote para rematar en la perilla, ahogué un bostezo en la palma de mi mano y sonreí. Ya estábamos en Madrid los tres. Don Sebastián, soldado incansable y de corazón puro, amante de la Historia y la buena música, de porte torero, como le dijeron en una ocasión que enfilaba las gradas de la catedral, ya apresuraba el paso a mi siniestra. Al otro lado, una estructura ósea de finales del siglo XVII, obra de Antonio Quirós y retocada por Astorga en el XIX, también aumentaba su zancada. Y servidor en el centro, un aguaó del siglo XVII que llegaba a la capital de aquella España buscando el secreto de una leyenda y el mito vivo del dios Mercurio.


Y todo comenzó a sonar en clave musical. Dirigimos nuestros pasos bordeando el Retiro y El Prado, saludando con una reverencia a don Diego, sentado eternamente frente a la casa de sus obras y delante de una Avenida que no deja de tener movimiento. Menuda paradoja... dándole la espalda a su pasado y viendo el mundo avanzar sin detenerse delante de sus ojos, pero inmóvil. La jornada se cerró pronto con la visita a un más que mutilado Museo Arqueológico y la llegada a la posada. Allí dejamos nuestras pertenencias y nos apresuramos hasta las puertas del Corral de Comedias. Solo cabía esperar. Y las horas pasaron lentas, porque cuando esperas... no siempre Cronos devora rápidamente. Pero entonces la noche cayó sobre la capital. La gente comenzó a arremolinarse y los nervios crecieron. Las piernas se quejaban acuchillando las corvas y la cintura protestaba tirando de los riñones. Ni la parada del postigo, voto a tal, dolía tanto. Cómo me acordé de mi cinturón de esparto. Se congelaban los minutos y las horas y sólo la vida del lugar nos demostraba que el tiempo no se había parado. Don Sebastián, como si estuviera aún en el tercio de aquellos viejos soldados de Flandes, tomó posiciones al comprobar que había un movimiento extraño. La Canina crujió sus huesos y se pegó a un lado. Y un servidor llevó la muñeca diestra al pomo de la toledana, por lo que pudiera pasar. Movimiento y apertura al fin. Locura desatada. Carreras. Empujones. Pisotones y votos a tal. Todo era una erupción. Un caudal de almas en busca del Cosmos del Rock.


Conseguida la meta. A veces, aunque no siempre, la espera tiene su recompensa. En esta ocasión mereció la pena y la valla de la primera fila nos frenaba ante las embestidas de aquellos que nos seguían. Contemplaríamos la actuación desde muy cerca... tan cerca que podríamos sentir cómo se rasgaban las cuerdas de una escarlata especial. Tan cerca que podríamos sentir cómo palpitaba el ritmo de unas gafas de sol. Y allí estábamos. Don Sebastián, La Canina y el aguaó, cuando las noticias llegaban de Sevilla –ay mi Sevilla- para poner la guinda de ese pastel que estaba por terminar. Ganaba mi equipo justo antes de que estallara un Cosmos y la caída del martillo de sir Brian May se hiciera tormenta dentro del Corral. Comenzaba el espectáculo y los sentimientos y emociones se derramaron por aquellos huecos donde la razón no llega. Todo un espejismo irreal de imágenes y un torrente fortísimo de música que nos atrapó en un abrazo sobrecogedor. Un desfilar incansable de recuerdos teñidos de actualidad y de canciones atrapadas en el alma muchos años atrás. El repertorio se antojaba delicioso y degusté aquel comienzo explosivo, que no era sino una premonición de lo que estaba por llegar.


Todo transcurrió como si estuviéramos atrapados en un sueño. Llegaron momentos de adrenalina, donde las piernas, asqueadas de tanta rigidez, saltaban solas. Los brazos espoleaban palmas al aire y nuestras gargantas se pelaban al contacto con la emoción. Todos éramos uno y podíamos sentir esa unión. La Reina se dejaba sentir y nos atrapaba en un halo de nostalgia, rock y ferviente actualidad. Y el espíritu de Freddie estuvo presente siempre, aunque más que nunca cuando sir Brian le cantó aquel Love Of My Life, dejó volar su melodía musical en una joya llamada Bijou y el puño de Mercury apareció en la pantalla para recordarnos que no nos olvidamos de él. Para recordarnos que el show debe continuar. Para recordarnos que todo es una Rapsodia Bohemia y que nada realmente importa... sea cual sea la dirección del viento.


Don Sebastián chasqueó la lengua con un gesto de aprobación y sonrió con el gesto cansado. Había merecido la pena. La Canina sonreía con su terrorífica dentadura al aire mientras entre dientes resoplaba lo increíble que había sido. Y servidor... servidor aún estaba en éxtasis mientras el eco de la salvación a la Reina seguía latiendo en mi corazón.


Volvimos a la posada y descansamos hasta la jornada siguiente, dónde en una fugaz visita al Prado pudimos deleitarnos con el genio de Rembrandt y con don Diego... al que siempre que voy a la Villa y Corte procuro visitar. Y se acabó. Traqueteo de vuelta para reencontrarme con campos a un lado y otro y aparecer de pronto, casi sin avisar, aquel caballo blanco que recorta el cielo de mi ciudad y me arranca una sonrisa. Estamos de vuelta... sólo hemos ido a ver a La Reina y su espíritu de leyenda.

jueves, 23 de octubre de 2008

Los Puentes de Madison

- Esa clase de certeza sólo se presenta una vez en la vida - Robert Kincaid



La conocí gracias a mis padres. Una noche romántica que terminó endulzando un día muy especial para ellos. Cine y cena. Una cacofonía que muchos de nosotros estaríamos dispuestos a repetir con nuestra pareja soñada hasta la saciedad. Cuando mi pregunta los asaltó, fue mi madre la que respondió automáticamente, con una sonrisa dulce y un gesto de ternura impagable. Habían visto Los Puentes de Madison, de Clint Eastwood y Meryl Streep. Rápidamente una duda trepó por mi subconsciente y se afianzó en mi mirada de sospecha. ¿Una película protagonizada por Eastwood y que a mi madre le había gustado?. Mi ceguera de niño acostumbrado a ver películas de un pistolero callado, discreto y de puntería excelente, rápido como el viento desenfundando, o vengativo y paciente fuera de la ley, me traía la imagen de un vaquero de poncho que buscaba recompensas en los puentes de Madison o tenía que interceptar asesinos a cambio de favores. Nada más lejos de la realidad. El gusto de mi madre por la película debió abrirme los ojos desde un principio, y hubiera llegado a la conclusión acertada. Era una película de amor. Una película de esas que yo clasificaba como aburridas y lentas, carentes de espadas, caballos y tiros, único género que me fascinaba en aquel entonces. Mi madre la acogió como uno de sus descubrimientos y la puso en su lista mental de películas, compartiendo lugar privilegiado con Pretty Woman, Dirty Dancing o Memorias de África.



Pasó el tiempo y no volví a echarle cuenta a ese título que me confundía al ver el nombre de Eastwood mezclado con puentes que no fueran paso de forajidos, pero un día la anunciaron en la televisión. Mi madre celebró el momento y se preparó para esa tarde. Me di cuenta que le gustaba más de lo que yo imaginaba. Me resigné y me senté en el sofá a ver pasar rápidamente aquel film que había tirado por tierra mi imagen de Clint Eastwood. Pero entonces... algo cambió. Aquella historia no tenía tiros, ni revólveres, ni sombreros ajados y llenos de polvo, ni sogas atadas a un cuello. Aquella historia tenía pasión, belleza y amor. Me dejé llevar por ese hermoso relato. Me perdí en esos diálogos cargados de significado y mensajes entre líneas. Y me asusté. Me asusté cuando al final mis ojos se llenaron de lágrimas y me emocioné dejando escapar mis sentimientos. Con el tiempo, la volví a ver, sorprendiéndome a mí mismo, y comprendí todos los detalles que aparecen a lo largo de la historia. Había ampliado mi obcecado gusto por un único tipo de películas y Los Puentes de Madison habían entrado de lleno en mi lista de películas favoritas.

Y las críticas demuestran que Eastwood consigue realizar uno de los mejores papeles de su vida, y que Meryl Streep encarna el personaje a la perfección. Pablo Kurt de FilmAffinity así lo deja ver en su crítica: “Meryl Streep es un ama de casa que abandonó sus sueños por cuidar de su marido y criar a sus hijos en una pequeña granja del perdido condado de Madison. La llegada de un fotógrafo del National Geographic (Clint Eastwood), un fin de semana que su familia está fuera, le abrirá los ojos y el corazón a un mundo enterrado en años de rutina, y le hará aflorar sentimientos escondidos que entrarán en conflicto con la persona que ha sido hasta ese momento. Curiosamente, el mejor melodrama romántico de las últimas décadas no está protagonizado por guapos adolescentes, sino por dos maduros actores que nos regalan una historia de amor conmovedora, real y de una sutileza mérito del clasicismo del mejor Eastwood-director. La ceguera de Hollywood la nominó a sólo un Oscar -mejor actriz-, pero tras su visión uno se pregunta si realmente en todo el metraje de "Braveheart" más "Babe" más "Apolo XIII" -las 3 principales películas nominadas ese mismo año- hay un atisbo de tanta sutil intensidad como en esa escena en la que el duro Clint llora de amor bajo la lluvia mientras la mano de Streep duda entre abrir la puerta a una nueva vida...”.



Fue uno de los regalos de Reyes para mi madre hace ya un par de años. Cuando la compré, no me sentí bien, pues me gustaba tanto que parecía estaba haciéndome un auto regalo. La sinopsis que ofrecía el DVD en el dorso me hubiera hecho retroceder muchos años atrás: “Robert Kincaid, un fotógrafo que viaja alrededor del mundo trabajando para la revista National Geographic y Francesca Johnson, un ama de casa de Iowa, no buscan cambiar sus vidas de la noche a la mañana. Ambos se encuentran en un punto de sus vidas donde todas las ilusiones han quedado atrás. Sin embargo, cuatro días después de conocerse, ninguno de ellos querrá perder el amor que han encontrado”. Sonreí y me di cuenta que mi gusto se había ampliado con el paso de los años y que, tal vez las circunstancias de la vida, te hacen abrirte a nuevas historias que nunca creías ibas a contemplar.

Título original:
The Bridges of Madison County
Director: Clint Eastwood
Productor: Clint Eastwood y Kathleen Kennedy
Guión: Richard LaGravenese y Robert James Waller
Fotografía: Jack N. Green
Música: Lennie Niehaus


Reparto:
Clint Eastwood - Robert Kincaid
Meryl Streep - Francesca Johnson
Annie Corley - Caroline Johnson
Victor Slezak - Michael Johnson
Jim Haynie - Richard Johnson
Richard Lage - Abogado Sr. Peterson
Debra Monk - Madge
Phyllis Lions - Betty
Christopher Kroon - Michael joven
Michelle Benes - Lucy Redfield


Aunque no lo he hecho nunca, aquí tenéis un fragmento del final, para aquellos que la hayan visto y quieran recordarlo, y para los que no, os lo dejo a vuestra elección.


En el DVD, una pequeña crítica remataba el dorso con una reflexión: “Los ganadores del Oscar, Meryl Streep (consiguió su décima Nominación al Oscar por esta película) y Clint Eastwood (quien también la dirige y produce) llenan de talento y convicción a los entrañables personajes creados por Robert James Waller en su novela best-seller acerca del amor, la elección y sus consecuencias. ‘Meryl Streep y Clint Eastwood están tan perfectos que parece que hubieran salido directamente de las páginas de la novela’, proclamó la revista Entertainment Weekly. También son perfectos los pequeños detalles y las grandes emociones de este relato sobre un amor que sólo pasa una vez en la vida. Con suerte, un amor como ese nos ocurre a alguno de nosotros tarde o temprano. Para Robert y Francesca fue tarde. Y fue glorioso”.