lunes, 11 de agosto de 2008

El guardia árabe

"necesitaba la impresión de la calle, el espectáculo de la vida oriental, el episodio característico, ocupado en coleccionar los documentos que debían servirle para pintar los primeros cuadros importantes" - Carlos Iriarte


La vista perdida. Dos niños jugaban. El sol caía con fuerza y sin piedad. Bajo mi sombrilla hacía surcos en la arena. No había brisa ninguna. Calor. Mucha calor. Miré al mar. El agua se antojaba fría. Dualidad opuesta. Calor fuera y frío dentro. Volví a fijarme en los niños de la orilla. Un agujero se abría en el suelo como un pozo oscuro. Apenas sumarían cinco años entre los dos. Sonreí. Ambos se fajaban en una empresa ardua. El agujero excavado comenzaba a estar amenazado por el avance del agua. Chapurreando palabras y rozando la perfección gramatical, pero sin conseguirla, trazaban la idea de apostar una suerte de barrera de arena que impidiera al agua destrozar su trabajo. De pronto, comenzó una batalla desigual. Una guerra entre el reloj y la voluntad. Un desafío entre el paso del tiempo y la fe ciega. Parecía interesante. Volví a sonreír y me fijé en el incesante trabajo de ambos chiquillos. No tenían dudas de que conseguirían sobreponerse a los envites del agua y contrarrestar las olas que avanzaban cada vez más. El agujero, circundado por un muro de arena que coronaba el borde, comenzaba a resentirse de las constantes agresiones del mar. Mientras, los dos niños hacían un pequeño foso ante la pequeña muralla que evitaba el paso del agua. Una nueva ola lamió sin miramientos el muro enfrentado a la orilla. La cara de los pequeños se tornó en un gesto de angustia. Se aleccionaban uno al otro. No había descanso. La implacable evolución de la marea los hacía sudar. Era una lucha contra la naturaleza, pero ellos no lo sabían. Una lucha contra el tiempo. Contra el reloj. Sus intentos por detener el avance del agua caían en saco roto. La desazón crecía en sus rostros al comprobar como una fina lengua de agua salada conseguía superar el muro y derretirse por el lado interno del foso. Pese a todo, no decaían sus intentos por detener la destrucción. Aún quedaba marea por subir. Observé el límite de arena húmeda. Estaba más alto de lo excavado. El trabajado agujero de aquellos niños desaparecería en cuestión de minutos. A pesar del desmesurado esfuerzo y de la férrea voluntad que abanderaban. Una auténtica pena. El tiempo se comería aquella obra de arena por mediación del agua. El salitre inundaría las entrañas del foso y desaparecería ante la mirada de aquellos dos pequeños. La forma volvería a ser un todo. La materia granulosa volvería a ser alfombra de arena del mar. Me sorprendí a mí mismo con ese aire trascendental. Casi filosófico. Tal vez necesitaba escribir. Echaba de menos arañar el teclado en busca de un texto. Demasiado halo romántico bajo la sombrilla. Entonces me acordé de Mariano Fortuny Marsal. De cómo retrató a aquel guardia árabe. De cómo tuvo que encontrarse con él y cómo atrapó su alma. Me imaginaba al gran Fortuny sentado frente al mar. Divagando en su último verano en la playa de Portici.


Dos viajes. El primero fue extremadamente corto, pero necesario. Sería la semilla que germinaría en un futuro. Aquellas imágenes quedarían impregnadas en las entrañas de su memoria y en lo más profundo de su ser. La atracción del Norte de África se convertiría en determinante para su carrera. Ahora, mientras miraba al mar, me imaginaba a Fortuny de la misma manera en el pasado. Perdiéndose en la inmensidad del agua. Realizando las obras que quería. Cuando quería. En sus propias palabras, pintando como me de la santísima gana, que le confesaría a Davillier, en ese último verano de su vida. El 12 de febrero de 1860 Fortuny llegó a la playa de Tetuán. Dos meses y medio se extenderían a partir de entonces madurando su relación con la pintura. Carlos Iriarte escribiría que el pintor estaba "casi siempre silencioso, nada comunicativo, pero sin tristeza ni mal humor, condescendiente, atento y benévolo... Fortuny vivía en medio de nosotros absorbido en fecunda contemplación y solicitado por todos lados y a la vez por mil episodios brillantes, pintorescos, inesperados y dramáticos que se desenvolvían ante él". No cabía duda. El gran Mariano estaba absorbiendo todo lo necesario para destacar en la pintura. Ese viaje se convertiría en el instrumento perfecto para crecer en su carrera pictórica. A Fortuny le gustaba involucrarse en el pueblo árabe. Se vistió como tal y se sumergió en aquella forma de vida. Pasaba desapercibido pero su cabeza lo retenía todo. Como un corresponsal de guerra, se internó en las entrañas del convulso momento. Y se llenó de apuntes. De esbozos. De dibujos. Recogió todo el material que pudo y estuvo en su mano. Fue tal vez en esa primera impresión de África donde se lo encontró. Fue quizás en 1860 cuando observó aquel guardia árabe. Al doblar una esquina. Sentado sobre una estera y ataviado con esos paños blancos que tanto juego daban a su pintura de luz y claroscuros. Sostenía un fusil en su mano derecha y le miró fijamente a sus ojos. Mariano quedó perplejo. La imagen del guardia imponía, pero su vista recorría aquel momento. Su cabeza se había convertido en una cámara oscura. Aquella imagen quedó latente en su memoria. El soldado estiró las piernas y desvió la mirada del pintor. Disimuladamente, Mariano dio varios pasos y echó una mirada de reojo. Seguía perdido en aquel misterioso hombre. El guardia había cogido una larga pipa y fumaba con desgana, mientras que Fortuny seguía reteniendo aquella imagen en su memoria. Tres años después lo plasmaría en un lienzo. El alma de aquel guardia árabe quedaría atrapada para siempre en un marco de luz y sombras. Un conjunto de claroscuros ricamente equilibrado. Sería allí, en Marruecos, donde Fortuny se liberaría de los convencionalismos y preocupaciones académicas. Volvería a Tetuán, pero la esencia de su madurez ya había sido plantada. Varios años después, en 1975, el Marqués de Lozoya resumiría a la perfección esta etapa, como bien indican sus palabras: "cuando salió de Roma era un simple discípulo, después de su breve ausencia volvió convertido en un artista completo".


Cortesía de ArteHistoria


Y me lo imaginaba en las postrimerías de su vida. Sentado en aquella playa de Portici. Haciendo un repaso de su carrera. Su corta vida. Era joven, pero aquellas molestias no cesaban. Se encontraba más débil y había notado que su estado había empeorado. Quizás por eso presentía que aquel verano iba a ser el último. Me acordé de Mariano Fortuny y me moví en mi silla de playa. Hacía calor. Muchísima calor y la sombra me había abandonado con mis pensamientos y mis recuerdos. Me levanté sin ganas y trasladé la silla. Me preguntaba qué habría sido del guardia árabe. Fortuny atrapó su alma y la dejó latente de vida en aquel lienzo de luces blancas y ocres. Envuelto en un sudario blanco fumaría pipa hasta que alguien le hiciera levantarse. Sin remediarlo. Quizás tuvo que hacer frente a su fin. Al fin de todo soldado. Quizás tuvo que batirse con su destino escrito. Hay caminos que ya están surcados de antemano. Tal vez Mariano lo presintió con aquel soldado, y por eso inmortalizó aquel momento. Posiblemente el propio Fortuny sintió que, como aquel guardia árabe, su destino estaba marcado como las encuadernadas de oscuros tugurios. La perforación de estómago que adolecía desde hacía varios años o la malaria de las Lagunas Pontinas. Las dos olas que habían sellado su destino en la ciudad eterna, hallá por 1874. Me levanté y caminé hacia la orilla. El agua avanzaba y dejaba surcos de su saliva salada cuando se retiraba. Entonces vi cómo la arena hacía un extraño. Señales del movimiento como cicatrices. Un hueco se abría de cara al mar. Acariciando con su blanca espuma el resto de corona de arena, el agujero había desaparecido. Un espacio abierto en dos brazos mostraba aquella corona de arena que los chiquillos habían hecho. Me recordaba un esbozo de la plaza de Bernini del Vaticano. Finalmente la batalla se decantó por los favoritos. El mar... el tiempo. Aquella construcción, derretida por el agua, era devorada como algo totalmente inevitable. Levanté la vista y busqué a los niños. Allí estaban. Más allá de mi posición. Jugando en la orilla. Ya habían olvidado la lucha anterior. Qué más daba... Sonreí una vez más. El sol y el calor de la mañana giraban para convertirse en tarde. Hora de darse un baño. Tal vez escribiera algo...

Desde Isla y gracias a Er Tato...