martes, 30 de septiembre de 2008

El disfraz de la infancia


Quizás fuera esa fiebre que me entró cuando vi descender por primera vez un murciélago humano. Tal vez la risa de Joker me traspasó más de lo que mi subconsciente podía creer. Posiblemente fuera el escudo, que en mi inocente infancia confundía con una boca abierta y sonriente, pues el surrealismo de un niño no tiene límites. O por el contrario, puede que sencillamente fuera por la impresión que me causó ver un superhéroe en una pantalla gigante, con un sonido más fuerte de lo normal y en una sala oscura y cargada de gente. Era la primera vez que iba al cine, y las sensaciones que viví se quedaron ancladas de por vida en mi memoria de niño y en aquellos ojos que ya disfrutaban de los sinsabores de la miopía y el astigmatismo. En la actualidad, Batman es un concepto totalmente renovado y lejano de aquel estereotipo que creara Tim Burton. Toda la parafernalia oscura y de tinieblas del famoso e histriónico director, ha sido sustituida por la increíble eficacia de Christopher Nolan, y el hieratismo de Michael Keaton, el siempre hombre-murciélago de mi infancia, ha sido extraordinariamente resuelto y reencarnado por Christian Bale. Todo cambia y se muta. Y se renueva. Se renovó el Batmobile y se renovó el Cine Delicias. O más bien se eliminó de nuestra vida. Allí donde perdí mi virginidad cinematográfica, ahora se venden productos bajo el lema de un supermercado que nos ofrece más. De una forma u otra, Batman consiguió penetrar en mi mente y dejarme clara una cosa: quería ponerme su traje.


Pasó el tiempo lentamente, porque a los niños, como a los enamorados que esperan, el tiempo no se les pasa con la rapidez que la madurez y la experiencia otorga. Pasa despacio y tedioso en algunas ocasiones. Pero como todo, llegó la fiesta de Navidad de mi colegio, aunque lentamente para mí, porque era niño y en mis días cabían siglos. En dicha fiesta había que disfrazarse, pues era una especie de tradición que se respetaba desde que el parvulito te ponía delante de tu camino de estudiante. Pero ahora tenía más años, y vestirme de pastor no me estimulaba lo suficiente, ni me servía para competir contra los otros disfraces. Se había tomado la decisión y mis padres hicieron el resto. Tendría mi disfraz de Batman. Y allí estaba yo esa mañana. La mañana de los disfraces antes de Navidad. Todo me quedaba a medida pero mis nervios me traicionaron, y el estómago se me llenó de avispas furiosas que daban punzadas cada dos segundos. Allí estaba mi flamante traje de hombre-murciélago. La capa negra cortada en triángulos por abajo, la máscara a medida con los dos cuernos de cartón forrados de tela negra, el cinturón completo de elementos que se cerraba con una chapa grande forrada de amarillo, a modo de imperdible, que anunciaba un zumo ya desaparecido. Todo esperándome para que saliera camino del colegio a demostrarle a mis amigos que era el verdadero Batman, aunque algo encogido de estatura. Finalmente conseguí tranquilizarme, pero cuando llegué ya había comenzado todo.


Al año siguiente la cosa cambió. Un año era demasiado para un niño. Un periodo largo y sin fin en el horizonte donde descubrir toda clase de estímulos y aprender miles de cosas. Pero una vez más, aunque a paso de tortuga mutilada, llegó la Navidad y su típica fiesta. Esta vez lo tenía claro, no me iba a poner nervioso. Debía llegar a tiempo, como los demás. Pero en esta ocasión no iría del Caballero Oscuro. Había pasado todo un año, dónde había conocido otros superhéroes, pero por encima de todos había uno que me sorprendió y consiguió convertirme en un adicto a sus hazañas. El famoso Hombre Araña, o Spiderman. Recuerdo que las tardes eran de aquel personaje con poderes, capaz de trepar muros y lanzar redes, e incluso de prevenir con su sentido arácnido un posible peligro. Sin lugar a dudas, había desbancado a Batman y Michael Keaton. Eran dibujos animados, y yo lo sabía, pero me encantaba verlo padecer como un estudiante, una persona completamente normal, a la que una araña radioactiva le había otorgado poderes. Mucho tiempo pasaría después hasta que me conciencié de que las picaduras de araña no daban estas cualidades. Tenía que disfrazarme de Spiderman, porque además de ser mi superhéroe favorito, era el primero que me había hecho comprar mi primer cómic. Que no tebeo, pues ese honor recayó en los ilustres Mortadelo y Filemón. Y la fiesta llegó y yo entré triunfante e ilusionado con mi disfraz del Hombre Araña, hecho por mis padres otra vez. Allí estaban todos mis amigos y ninguno coincidió conmigo. Nadie quería ser un héroe que vive con su tía May y trabaja en un periódico que lo masacra informativamente. Una amalgama de personajes completaban la fiesta. Guille repetía, y se me iban las cuentas del tiempo, con sus calentadores, zurrón y gorrito de pastor, el último ampliado para tal menester, que el chiquillo crecía y cada vez se le marcaba más la sien. Seguramente lo tenga guardado aún. Alberto lucía, por segundo año consecutivo y adoleciendo un cambio de atuendo, el disfraz de Leonardo, una de las tortugas ninja. La cinta aislante del caparazón daba muestras de la necesaria renovación. Anque supongo que él pensaría lo mismo al ver a Spiderman con zapatos negros. Emilio iba de diablo y Samuel de mejicano, con un bigote que me recordaba a su padre. Manuel fue el único que se unió a la moda de los superhéroes y vino de Capitán América.


Con el tiempo los disfraces fueron cambiando y la seriedad de los mismos ocupó un papel importante en su confección. Llegaron los disfraces de anciana, monje, romano, cámara de fotos (sí ya lo sé... puede ser algo que roce el Surrealismo) e incluso plátano, por mucho que la gente se empeñara en relacionarnos con un motivo más erótico que la fruta del amor. Sin embargo, de todos estos disfraces de mi infancia, no dejo de acordarme de aquellos que se marcaron a fuego, el de Batman, mi primer disfraz apenas con siete años, y Spiderman un año después. Y aunque podáis pensar lo contrario, no soy el que aparece en el vídeo.


Y vuesas mercedes... ¿qué disfraz recordáis de vuestra infancia?, ¿de qué os gustaría disfrazaros en la actualidad?, ¿os habéis disfrazado hace poco?, ¿quién usa disfraz hoy en día?... ahora no me disfrazo, aunque a veces me entran ganas. Quizás sí viva en un disfraz. Uno con jubón ajado y túnica cuarteada por el paso del tiempo. Atrapado en un cuadro en tierra de luteranos, pero de espíritu libre por las calles de la ciudad que me vio saciar la sed de sus hijos. ¿Os sirvo un poco de agua?.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Mi medley de don Joaquín

Seguramente él lo llamaría de otra forma. Tal vez utilizaría una de esas metáforas que tanto le gustan, ayudándose de los eslabones de una cadena o las trenzas de Rapuncel. De una forma u otra, don Joaquín consigue crear en sus conciertos lo que en Inglaterra se llama medley, y que con tanto éxito utilizarían los grupos de los ’70 y ’80. Aunque posee varios, me quedo con uno en especial, el creado en el concierto de Sabina y Cía, dónde aparecen las canciones “¿Quién me ha robado el mes de abril?” y “Así estoy yo sin ti”. Ambas letras son verdaderas poesías que paso a facilitaros a continuación, junto con el archivo musical:





¿Quién me ha robado el mes de abril?

En la posada del fracaso,
donde no hay consuelo ni ascensor,
el desamparo y la humedad
comparten colchón
y cuando, por la calle,
pasa la vida, como un huracán,
el hombre del traje gris
saca un sucio calendario del
bolsillo y grita
¿quién me ha robado el mes de abril?
¿Pero cómo pudo sucederme a mí?
¿Quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
donde guardo el corazón.

La chica de BUP casi todas
las asignaturas suspendió
el curso en que preñada
aquel chaval la dejó y cuando en la pizarra
pasa lista en profe de latín
lágrimas de desamor
ruedan por la página de un bloc
y en él escribe
¿quién me ha robado el mes de abril?
¿Cómo pudo sucederme a mí?
¿Pero quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
donde guardo el corazón.

El marido de mi madre
que en el último tren se largó
con una peluquera
veinte años menor
y cuando exhiben esas risas
de Instamatic en París,
derrotada en el sillón,
se marchita viendo Falcon Crest
mi vieja y piensa
¿quién me ha robado el mes de abril?
¿Cómo pudo sucederme a mí?
¿Pero quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajóndonde guardo el corazón.


Asi estoy yo sin ti

Extraño como un pato en el Manzanares,
torpe como un suicida sin vocación,
absurdo como un belga por soleares,
vacío como una isla sin Robinson,
oscuro como un túnel sin tren expreso,
negro como los ángeles de Machín,
febril como la carta de amor de un preso…,
Así estoy yo, así estoy yo, sin ti.
Perdido como un quinto en día de permiso,
como un santo sin paraíso,
como el ojo del maniquí,
huraño como un dandy con lamparones,
como un barco sin polizones…,
así estoy yo, así estoy yo, sin ti.
Más triste que un torero
al otro lado del telón de acero.
Así estoy yo, así estoy yo, sin ti.

Vencido como un viejo que pierde al tute,
lascivo como el beso del coronel,
furtivo como el Lute cuando era el Lute,
inquieto como un párroco en un burdel,
errante como un taxi por el desierto,
quemado como el cielo de Chernóbil,
solo como un poeta en el aeropuerto…,
así estoy yo, así estoy yo, sin ti.
Inútil como un sello por triplicado,
como el semen de los ahorcados,
como el libro del porvenir,
violento como un niño sin cumpleaños,
como el perfume del desengaño…,
así estoy yo, así estoy yo, sin ti.
Más triste que un torero
al otro lado del telón de acero.
Así estoy yo, así estoy yo, sin ti.

Amargo como el vino del exiliado,
como el domingo del jubilado,
como una boda por lo civil,
macabro como el vientre de los misiles,
como un pájaro en un desfile…,
así estoy yo, así estoy yo, sin ti.
Más triste que un torero
al otro lado del telón de acero.
Así estoy yo, así estoy yo, sin ti.

Y a vuesas mercedes... ¿os gusta este medley?, ¿cual es vuestro preferido del poeta canalla?, ¿os ha gustado las letras de ambas canciones?... comienza a caer agua en Sevilla, resguardarse en mi puesto del agua.

martes, 23 de septiembre de 2008

Cuando la Esperanza se va...

Se acabó. Y tu corazón da un vuelco. Apenas unos minutos antes la esperabas. Esa espera es quizás de las más dulces que puedan existir y, también de las más deseadas. Ves pasar todo lo que tiene que pasar hasta que llega un momento, un punto exacto, en que sabes lo que está por llegar. Los nervios asaltan sin previo aviso tu cuerpo y lo siembran de síntomas extraños que hacen perder la estabilidad del momento. La racionalidad de lo que es y no. Y aparece una ilusión inusitada. Aparecen unas cosquillas que recorren tu estómago de arriba abajo y tu pecho comienza a latir con fuerza. Es la Esperanza la que llega. Es Ella la que te hace sentir así. Es Ella la que te llena y la que te deja exhausto. Es Ella la que está ante ti.


Pero ese momento es fugaz a la vez que eterno. Una doble cara que embellece la sucia moneda de la realidad y le da lustre para que brille. La Esperanza es la Luz y cuando está ante ti el tiempo se para. El mundo deja de girar y las horas dejan de correr. No hay nadie a tu alrededor. Solo estáis Ella y tú. Y la miras y te pierdes en su Luz. Y la abrazas y sientes que Ella es la solución de todos tus problemas. No quieres que pase ese momento porque es entonces cuando te sientes feliz. Sientes algo en tu interior que no puedes explicar. Algo que te llena y te da vida. Pero entonces pasa ante tus ojos y ves que no puedes hacer nada. Quieres pararla y estar con Ella hasta la eternidad, pero no puede ser. Te quedas clavado y la ves alejarse. Un nudo se entrelaza en tu garganta y te aprieta sin compasión. Tu pecho sube y baja sin remediarlo y sabes que vas a explotar. Y entonces dos perlas brillan en tus ojos y una punzada te ensarta un gemido ahogado. Ya se va. La Esperanza se aleja. La ves marcharse con su bello contoneo. Has esperado tanto... te has ilusionado tanto. Y ahora sigue su paso.


Entonces sientes que el mundo comienza a arrancar de nuevo y las cosas se perfilan a tu alrededor, pero tú no quieres moverte. Hay mucha gente que se levanta y se va pero tú te quedas en el sitio, viendo cómo se aleja. Cómo se marcha. Se acabó, piensas una vez más. Y esperas hasta que ya no la ves. Hasta que la música deja de sonar. Hasta que el olor deja de sentirse. Hasta que la cera deja de quemarse en el fuego de la Pasión. Sólo entonces... consigues respirar. Consigues robar una bocanada de aire y darte la vuelta. Estás perdido y desorientado. La Esperanza se ha ido pero te quedan los recuerdos y los momentos. Te queda tu memoria que, ahora más nunca, como diría don Rafael Montesinos, escoge el camino más corto para herirme...

viernes, 19 de septiembre de 2008

La Familia del Anarquista

Los pintores que han obtenido, por brillante oposición, las plazas de pensionados en la Academia de España en Roma, son conocidos del público por sus cuadros presentados en las exposiciones nacionales: Eduardo Chicharro, Manuel Benedito y Fernando Alvarez SotomayorLa Ilustración Española y Americana. Madrid, 15 de octubre de 1899


Tenía el ejemplar entre sus manos y lo leía meticulosamente. Cómo lo había conseguido tener en su poder, tampoco venía muy a cuento ahora, tan sólo pensaba cuan codiciosa y, tal vez, retorcida, puede llegar a ser la mente del ser humano. Abrió el facsímil y observó su primera ilustración, un tal Chopin, que lejos estaba de ser el gran actor de cine mudo que triunfaba en América. Acarició el papel como si de oro se tratara y luego endureció su mirada, para acto seguido chuparse la punta de su dedo índice y pasar página. La fecha constaba en la cabecera. 15 de octubre de 1899. Eduardo había seguido otros caminos diferentes a su padre, pero el gusto por la pintura lo mantenía intacto. Incluso había probado a pintar, y no había recibido malas críticas. Tal vez su cercanía con aquella forma de Arte, su familiaridad con los pinceles y con la representación plástica, cuyo olor le traía su más lejana infancia, hacía que toda la sensibilidad que poseía se fuera a las letras. Se desparramara por cuartillas en blanco y tomara forma en garabatos gramaticales. Pero ahora, con el deseado documento en las manos, quiso recordar a su recién fallecido padre. Buscó con la mirada y encontró su nombre en la tercera página. Allí estaba Eduardo Chicharro. Sonrió. El nombre de su padre y el suyo propio, tantas veces confundido, y las que él no sabría se confundirían a lo largo de la Historia. Se acomodó en su sillón, suspiró y se sumergió de lleno en aquella pequeña reseña hacia el pintor. Hacia su padre. Mientras leía recordaba sus palabras y su voz, y cómo ganó su beca para Roma. Recordaba lo que le había contado sobre el cuadro que le hizo ganar.


Había escuchado la historia de Tomás Ascheri. De los maltratos que sufrió y de cómo lo detuvieron. Estos detalles lo habían impactado y comenzó a pensar en la familia y en todas esas personas que sufren tras el telón de inocencia. Tras el velo del desconcierto y la angustia. Entonces en su cabeza comenzó a formarse la imagen que estaba buscando. La escena perfecta que requería el tema propuesto. De los tres ganadores, era el único que había omitido la figura del anarquista preso. Su tema se centraba en la familia y el sufrimiento que recorre sus cuerpos cuando el reo acaba de ser llevado a prisión. Recordaba la desgarradora escena que había pintado su padre como si fuera el fotograma congelado de una película. Acaban de llevarse preso al anarquista y entonces todo se queda vacío. Los cuerpos se derrumban y crece el desconsuelo en los seres queridos que sufren y padecen una tortura prefijada. Un destino que no se puede cambiar. Hay veces que, en lo más profundo de tu alma, sabes qué va a ocurrir, aunque te niegas a esperarlo y cierras las puertas de aquello que es inevitable. Tal vez fue eso lo que sintió la mujer del preso, que caía derrotada ante el revés que le ofrecía un destino escrito y marcado a fuego. No escucha nada, pues el silencio embota su mente y carga de angustia su cabeza, aunque hay jaleo a su alrededor. En el mísero cuarto en el que se desarrolla la escena, la luz de un día más gris que claro, entra por un ventanuco como un rayo de esperanza. La esperanza. Ese granito minúsculo que a veces sobrevive en una montaña de arena inexpugnable. Ese único punto insignificante al que agarrarse cuando el mundo se ha desvanecido bajo tus pies. Esa posibilidad escondida entre los garabatos escritos por las Parcas. Nada tiene sentido. Opuesta a esa luz, otra más dubitativa. La luz mortecina de la lámpara. La luz titilante e insegura. La luz del dolor que alumbra su corazón. Ella no está sola, aunque parece que el mundo se ha ido con su marido, al que consideran reo. Dos intentan consolarla, quizás amigos de la familia, o tal vez militantes del mismo ideario que el preso. Aferrándose a la esperanza, o pidiendo a gritos ahogados en el interior de su alma la liberación, una chiquilla arroja su mirada a la claridad del día, mientras otra niña, carente aún de los problemas de los mayores, busca con su mirada una reacción en el rostro abatido de su madre. Ella la acoge con su brazo derecho, mientras que con el izquierdo intenta consolar a una anciana, que se desvanece en un ahogado llanto, taponando su rostro para que no llore más.


Pero ella... ella está sola. Se ha quedado sola, pues hasta su corazón se ha ido con él. Y lo que más le duele, en lo más profundo de sus entrañas, es no poder luchar con ese perro destino que está trazado con marcas de fuego. Y lo que más le duele, es no poder verlo más. Y no poder besarle más. Y no poder abrazarlo más. Y no poder susurrarle al oído que le quiere. Un día. Y otro. Y todos hasta la eternidad. No puede explicárselo. No puede entenderlo. Y mientras, el dolor estrangula hasta sus lágrimas. Es a ella a la que han encerrado. Es a ella a la que están torturando. Porque es su vida la que se han llevado. Es a ella a la que le han quitado la vida sin matarla.


Eduardo recordaba el cuadro de su padre a la perfección. De cómo aquel juego de luces y sombras, se completaba con los vivos colores. Ahí fue cuando más se notó su trabajo con Sorolla. Quizás el rey tuvo muy en cuenta esta obra cuando lo hizo su pintor de corte. Era normal que después no comulgara con aquella ideología anarquista, y que sus pasos políticos fueran por otros derroteros. Aunque tampoco antes la había profesado. Su biografía así lo constataba. Sin embargo, ese cuadro y su victoria en aquella oposición becada a Roma siempre había impactado a su hijo. Si bien es cierto que su padre no volvió a tratar temas políticos en su pintura, éste en concreto sí había causado una profunda huella en el escritor. El Anarquismo era noticia en España, y Eduardo sabía que la intención de la Academia no era otra que erradicarlo con escenas de dolor y tragedia. Tal vez así escarmentarían, creía que pensaban desde el organismo de pintura. Tres años seguidos, desde 1897, con el mismo tema para las becas de pensionados. Grandes pintores ilustres trataron la misma escena, desde Romero de Torres hasta Ramón Casas. ¿Y qué se había conseguido?, todo lo contrario. Al menos así lo pensaba él. Terminó de leer la referencia de su padre y volvió atrás en el documento. En la segunda hoja leyó algo al azar...

El conflicto del día es la solución que ha de darse a la huelga de una minoría de contribuyentes de Barcelona. No aprobamos el hecho, ni nos parece propio llamar resistencia pasiva a una confabulación evidente para trastornar el país con pretextos en apariencia sanos, pero que no se pueden admitir; porque si es potestativo en los contribuyentes pagar o no sus cuotas, según crean o no que se administra bien, no habrá recaudación. Lo que hay en el fondo de todo ello es una condenación del sistema representativo, y desprecio de las Cortes y de todos los poderes. Es la anarquía mansa, precursora de la tumultuosa que asomó la cabeza en Zaragoza y, si Dios no lo remedia, ensangrentará a España antes de muchoLa Ilustración Española y Americana. Madrid, 15 de octubre de 1899

Cerró el facsímil y sólo se acordó de ella. De aquella mujer del cuadro. No sabía si la intención de la Academia fue saciada con la pintura de su padre, pero les habría tenido que gustar. Sonrió. Le gustaba que lo confundieran con su padre, pero ahora, en la soledad de su salón, recordándole cuando sabía que se había ido con Caronte, dijo su nombre. Nadie le escuchó. Sus palabras rebotaron en las paredes. Sonó solemne. Melancólico tal vez. Eduardo Chicharro Agüera.

Para el dueño del Callejón de los Negros, Antonio...

lunes, 15 de septiembre de 2008

Ajenjo


Herida. En silencio y herida. Como siempre que se encontraban. Herida por el pasado. Vapuleada por el presente. Desorientada y a la deriva de un mar de sentimientos. No tenía sabor. Inodoro, incoloro e insípido. El ahora no tenía sentido. Sentada en aquel viejo Café, daba pequeños sorbos de ajenjo y grandes bocanadas de amargura, que tragaba con dificultad. El pasado acudía a su cabeza una y otra vez. Tan sólo unos momentos antes lo había vuelto a ver. Se había vuelto a perder en sus ojos, en la comisura de sus labios, en sus manos y, como casi siempre, su corazón había dado un vuelco. Sólo entonces cobraba vida su alrededor. Volvían el color y el sabor de las cosas. El sentido de la existencia. Su sonrisa. Y ella volvía a ser feliz. Guiños del pasado, de lo que pudo ser y no fue, sonrisas cómplices y miradas encontradas. Recuerdos y esperanzas que se desvanecían cuando llegaba el adiós. Y ella se quedaba sentada. Una vez más. Sintiendo aún el calor de su presencia. Escuchando su voz. Perdida en aquella mirada de amor. Y luego el tiempo pasaba. Y ella volvía a apagarse. Desaparecía su hálito de vida como si de una llama asfixiada por la falta de oxígeno se tratara. Ahogándose en un eterno vaso de ajenjo. Lenta o rápidamente. Daba igual. Qué más da. Sencillamente pasaba. Se dejaba vivir. Martilleando su ajado corazón con el paso de los minutos, las horas, los días y los meses... hasta que lo volvía a ver. Y volvía a sentir ese fuego en su interior. Esa pasión reservada para los amores verdaderos. Aquella nube de arena que arrasaba su pecho y le devolvía la vida de un solo golpe.


Pero mientras, el tiempo pasaba y lo devoraba todo a su paso. Dicen que curaba heridas. Que cicatrizaba los cortes del destino. Ella no pensaba eso. La flecha etérea que atravesaba su corazón le dejaba un dolor constante. Siempre elegantemente vestida y con tocado, esperaba que su hombre entrara por la puerta del Café y volvieran a charlar un rato. Unos minutos. Horas con suerte. Pero mientras... mientras esperaba sumergida en recuerdos del pasado. Atada a un destino que no le quería. Un destino que no la amaba. Un destino que la engañaba con una vida de cartón. En ocasiones aparecía por el Café y se sentaba junto a ella. Siempre de negro, con su sombrero y su maraña de pelos y barba. Se encendía una pipa, se pedía una copa y dejaba pasar el tiempo. Apenas cruzaban unas palabras. Sin importancia. Banales. Cargadas de una rutina insoportable y escasas de amor. Aislados el uno del otro. Como dos desconocidos. Marido y mujer. Sometidos a un presente maldito que los ahogaba en su propia existencia. Luego, el que ejercía como su esposo, se marchaba y ella esperaba a que entrara el verdadero amor de su vida. Siempre acompañada de su ajenjo. Bebida de borrachos decían en el viejo París, a la que se achacaba el alcoholismo de la clase trabajadora. Pero no le importaba. Jaleo y bullicio en el Café. Pero ella estaba sola. Aislada. No escuchaba nada. Su rostro rezumaba la tristeza de lo más profundo de su ser y su mirada se perdía en los recovecos del pasado. En sus recuerdos. En aquella noche. La noche en la que salió a cenar con él.


Recordaba su perfume. Las risas. La comida. Las miradas que se repartían. Las sonrisas encontradas. Cómo les guiñaba la luna. Su traje de chaqueta. Su vestido verde estampado. Aquellos secretos que se confesaban con el silencio de sus gestos. Esa atracción mutua que la pasión se encargaba de avivar. Esas abejas en el estómago. Ese zumbido en el corazón. Ese galope incontrolado de la sangre. Ese fuego interior que emergía cada vez que se tocaban. Sabía que el amor tenía que ser algo parecido a eso. ¿Acaso era amor?. Se había dado cuenta de que iba a estar enamorada de ese hombre toda su vida. Pero entonces llegó el alba. Todo había sido a escondidas. Llegaba la hora de la despedida. Ella estaba prometida y él también. Compromisos que los separaban de sus verdaderos impulsos. Y allí estaban. Uno junto al otro. La aurora se convertía en testigo de lujo. Se miraron y naufragaron en los deseos más profundos de su interior. Parecía que se iban a fundir en un beso. Un beso prohibido. El contacto de sus labios formando un único ser. Ella lo deseaba con toda su alma... pero aquel compromiso la ataba. Lo miró y deseó con todas sus fuerzas que él la hiciera suya. Pero aquel hombre también respetó su palabra. El beso fue el único ausente aquella noche. Llegó la hora de separarse. El mutismo de sus gargantas había reinado en los últimos minutos. ¿Para qué romper aquel hermoso silencio?, ¿qué decir cuando son las almas las que hablan?. Llegó el adiós, huérfano de broche dorado, y rematado con una sonrisa de melancolía. Ya se echaban de menos cuando una última mirada quedó eclipsada por el amanecer y los primeros rayos del sol. Aquella noche había acabado.


Y luego pasó el tiempo. Él se casó y ella se casó, pero ninguno con el otro. Pasaban los días. Y las semanas. Y la arena de aquel reloj no cesaba de caer. Y el sol salía y se ponía. Y ella se instaló un día en aquel Café y comenzó a ver pasar su vida a través de un vaso de cristal bañado con ajenjo. Tiempo muerto. Ajenjo y espera. Vaga existencia apoyada siempre en la esperanza de volverlo a ver una vez más. De que apareciera por la puerta. Y un día entraba. La pasión surgía de nuevo y la llama de la vida la llenaba por completo. Olvidaba su vida actual y se dejaba perder entre las miradas de aquel hombre y su voz. Se dejaba perder en aquella maravillosa noche donde sus vidas pudieron cambiar, pero no lo hicieron. Ignoraba si él, al que verdaderamente amaba y esperaba todos los días, quería a su mujer. La misma a la que llamaba esposa y acompañaba en el lecho por las noches. Lo ignoraba y le daba igual saberlo, porque cuando venía y se sentaba con ella, era el único momento que vivía. Eran los únicos instantes en los que se sentía viva y todo se removía en su interior. Luego él se marchaba diciendo que volvería. Y ella lo esperaba. Nunca la besaba. Nunca lo besaba. Nunca se besaron. Nunca se dijeron que se querían. ¿Amor?, tal vez... Pasaban los años y el beso no llegó, pero siempre se encontraban para perderse en sus rostros y sumergirse en lo más profundo de sus deseos. En los recuerdos de aquella noche y de lo que pudo ser y no fue.

Un día ella faltó del Café... y él no llegó. Nadie los volvió a ver. Unos dijeron que fue el tiempo el que la devoró. Que ella había gastado el reloj de arena. Otros que se cansó de esperar. Algunos se atrevieron a decir que él dejó de venir. Y fueron muy pocos los que rumorearon que habían huido juntos. Nada más se supo. Un día de 1876 apareció un cuadro en Brighton. Se titulaba “En el Café” y su autor era un tal Edgar Degas. Era conocido por participar con sus cuadros en la primera Exposición de los Impresionistas un año antes. La obra sufrió fuertes y drásticas críticas, pero aún así hubo un comprador. Dicen que era alguien con sombrero negro y pelo canoso. Un hombre mayor con una barba teñida de pinceladas blancas y que fumaba pipa. Unos dicen que era amante de la pintura de Degas, pero los más osados contaron que le escucharon decir que el hombre del cuadro era él, y que la mujer era su desaparecida esposa, “La bebedora de ajenjo”. Algunos rieron, pues sabían que los protagonistas de este cuadro eran dos amigos de Degas que habían posado para el pintor, pero otros aseguraron haber visto a aquel hombre años atrás, en un viejo Café de París, acompañado de una mujer con la vista perdida en el fondo de un vaso de ajenjo...

miércoles, 10 de septiembre de 2008

El Humilladero de San Onofre: flores para mantenerlo con vida

“Cruz sobre pedestal que hay junto a un camino o a la entrada de una población”. Recordabas la definición que ofrecía el Diccionario de Fatás y Borrás. Tus conocimientos se habían ampliado y ahora sabías mucho más. Sabías que un humilladero, además de dicha definición, ayudaba a regular el tráfico en el cruce de caminos en el cual se colocaba. Recordaba a los viandantes la obligación cristiana de arrodillarse ante la señal de la cruz, así como persignarse y rezar. Incluso recordabas que, en algunas ocasiones, los humilladeros servían para instaurar los límites de la ciudad. Ocurría en el de la Cruz del Campo, y ocurría en ese. Pero lo que más recordabas eran aquellas historias de tu infancia. Aquella mano nudosa que te aferraba con fuerza y aquella voz que te decía que, sin saber quién ni cómo, siempre había flores frescas que mantienen con vida el lugar. El tiempo ha pasado. El mundo se mueve y no espera a nadie. Y a veces parece que no espera a nada.


Como las escamas de un pescado, las hojas del calendario se fueron cayendo, desvaneciéndose al paso de los días, las semanas, los meses y los años. Y empezaste a hacer el camino sólo. El puente ya no era el mismo. Los arañazos del tiempo aparecían como marcas de óxido en sus barandillas. Se había convertido en una vía secundaria, apartada del tráfico intenso y relegada al paso de camiones de mercancías o coches de bodas y convites puntuales. La acera comenzaba cuando el puente se hacía dueño del terreno suspenso. Y entonces apareció a tu vista. Aquella construcción que había resistido al tiempo, que había desafiado el paso de los siglos y que ahora se retorcía en una agonía incesante a la espera de su final, que tú esperas no llegue. Desde arriba la primera imagen. Siempre desde arriba. Te agarraste a la barandilla y dudaste si bajar o permanecer aferrado al presente antes de sumergirte en los recuerdos del pasado. Descendiste pausadamente por las mismas escaleras por las que otros pasos te guiaron años atrás. Te acercabas poco a poco y podías sentir que el abandono era mayor del esperado. Todo seguía igual pero dentro de un desconsuelo doloroso e insoportable. En tu interior sabías que quizás, ésta fuera la última vez que lo contemplaras, pues siglos de Historia se quebraban ante la desidia y dejadez del ser humano, pero te aferrabas a la esperanza de que no fuera así.



Ahora sabías más que cuando eras pequeño. Cuando lo mirabas, sabías de qué se trataba y qué secretos guardaba en su interior. Al verlo con estudiada mirada, te convertías en el Historiador del Arte que había en tu interior, y reconocías su estilo, elementos y detalles artísticos. Un templete Gótico-Mudéjar, de cuatro aguas que acaban en cuatro arcos apuntados, herencia del estilo Gótico, pero flamígero, casi rozando el siguiente cambio de gusto. Las puntas de diamante que acompañaban a los arcos dotaban el conjunto de un exquisito valor artístico, pues se relacionaban con el Mudéjar de forma directa. Gótico flamígero, como tu Catedral Hispalense, y Mudéjar, como tantas iglesias y parroquias de tu ciudad. Y todo realizado con piedra del Puerto de Santa María, como la Montaña Hueca de Mateo Alemán. El interior del templete te lo sabías de memoria. Desde la primera vez que tus ojos se llenaron de sus detalles y características. Una cúpula apuntada con dos nervios que se cruzan en el centro, rematado dicho encuentro en una bellísima clave. Y en los rincones interiores de sus cuatro pequeñas paredes en ele a modo de soporte, lucen cuatro magníficas semicolumnas con capiteles de mocárabes. Un precioso detalle que aportaba al conjunto un valor incuestionable y lo catalogaba de joya artística. Ahora bajabas por aquellas escaleras de metal oxidado, y te dabas cuenta que un puñado de años habían servido para azotarlo y maltratarlo. Un nudo comenzó a apretarte en la garganta, pero quedó completamente disuelto al descubrir un movimiento extraño en las sombras del interior del templete. Agudizaste la mirada y escudriñaste lo que tu visión alzada te permitía ver. Nada. Silencio y calor.



Por fin llegaste al suelo y te colocaste frente al templete. El Humilladero de San Onofre. Nunca habías escuchado este conjunto de palabras hasta que investigaste sobre él. Realizado hacia 1431, o tal vez algo más tarde, su construcción está íntimamente ligada al Monasterio de San Jerónimo de Buenavista, y la función que tenía éste de residencia real desde época de los Reyes Católicos, ya que todos los reyes llegaban desde Córdoba por el camino de la Rinconada y pasaban por dicho templete. Fama regia, habías pensado en más de una ocasión. Límite norte de Sevilla y de la leprosería de San Lázaro. En tu barrio siempre había sido el Santo Negro. Avanzaste en su interior y contemplaste la espalda de aquella escultura con tus ojos estudiosos. Un Sagrado Corazón de baja calidad pero alta devoción. San Onofre, el protector de los caminos, vestido con sus propios cabellos y barba, desapareció con el paso aplastante del tiempo. Cuando eras pequeño, tu abuelo te llevaba al Santo Negro, pero nunca era San Onofre. Y fue entonces, al recordar a tu abuelo, cuando los cuentos de tu infancia, aquellas leyendas cuyos personajes vivían atrapados en el pasado, se entremezclaban con la Historia. Rodeaste aquella majestuosa y alta figura que miraba al fiel que se arrodillase frente a su pedestal. Abajo, unas pequeñas flores de plástico flanqueaban otras naturales, ya marchitas, en un jarrón de porcelana blanco, mientras varias velas rojas se apilaban unas contra otras. Tu abuelo te había contado que allí fue donde el caballo de San Fernando paró a beber. Te había contado que una anciana vestida de luto lo vio y comenzó a traer flores. El cortijo de Tercia, donde se encontraba parte del ejército del asedio a la Isbiliya musulmana no quedaba lejos, tal vez fuera cierta aquella historia. O también podría tratarse del destacamento adelantado del Campamento Real, que estaba cerca de la Rinconada. De una forma u otra, tú te inclinabas más porque fuera una leyenda. Leyenda e Historia. Siempre mezcladas en la vida de tu Sevilla. Sopesaste la posibilidad que habías leído sobre un Via+Crucis hacia el lugar dónde te encontrabas, desde San Lázaro. Un Via+Crucis similar al que se dirigía al Humilladero de la Cruz del Campo. No era descabellado, pues la distancia existente entre el ahora Hospital y el Templete del Santo Negro, es la misma o muy parecida a la concurrida entre la Casa de Pilatos y la Cruz del Campo, luego era digno de tener en cuenta. Encerraba mucha Historia tu humilladero para yacer olvidado bajo un puente. Pensaste qué tuvo que sentir el 30 de octubre de 1914 don Miguel Sánchez-Dalp y Calonge, al redescubrir aquella maravillosa arquitectura que, una vez más, te cobijaba del sol.


El Tagarete, que todos llamaban Tamarguillo, te acompañaba con su fresco y rápido susurro. Te diste media vuelta y saliste fuera del templete, bajando la pendiente hasta el borde del arroyo. Subiste de nuevo y te apoyaste en uno de los pilares del humilladero. Observaste el curso del Tagarete acuchillando el terreno hundido algo más allá de uno de los soportes del puente. Hiciste un arco con la mirada y viste la palmera que se pegaba contra el muro. Dátiles y agua. Sonreíste. Los símbolos de San Onofre. ¿Una burla al pasado o una curiosa coincidencia?. Diste dos pasos en el interior del templete. Las marcas de incendios formaban regueros oscuros en el suelo y los rincones. Más allá señales de otros ritos inciertos. Te acercaste al pequeño lienzo de muro en ele delante y a la derecha del Sagrado Corazón. En la pared, marcas de chinchetas y clavos, oxidaban en pequeños círculos la piedra, y dejaban entrever imágenes de santos y vírgenes. Despintadas y carcomidas por los bordes. Imágenes religiosas que te miraban detrás de aquel halo celeste y transparente del despinte del sol. Volviste a colocarte delante de la gran escultura negra. El Santo Negro. Hacía calor. El aire era denso y espeso. Nada se escuchaba. Ningún pájaro. Ni siquiera los coches cabalgando sobre el puente. Un silencio hermético y tremendamente inquietante. Entonces bajaste la mirada. No lo podías creer. Allí estaban. Un escalofrío te subió por la espalda para acariciarte profusamente la coronilla. Frío en el cuello. Tus pequeños cabellos de la nuca se erizaron rápidamente. Un ramillete de flores frescas descansaba en el viejo jarrón de porcelana blanco. A ambos lados, las pequeñas flores de plástico y las velas rojas en su desperdigado orden. Levantaste la vista rápidamente. Miraste a un lado y otro. Tragaste saliva y sentiste un frío inhóspito alrededor de aquel sofocante calor. Silencio. Estabas paralizado bajo la penetrante mirada del Sagrado Corazón. No sabías si tenías miedo o curiosidad. Por fin decidiste moverte y explorar los alrededores rápidamente. Nadie. Estabas sólo. El calor te hizo calmar y el silencio se dilató hasta romper en un continuo murmullo. Como si hubiera vuelto, el arroyo volvió a correr rápidamente por su canal. Los pajarillos cantaban alrededor y las ruedas volvían a cruzar el asfalto del puente. A la espalda de la escultura y fuera del templete, observaste de nuevo aquella maravillosa construcción. Sumergido en la belleza de aquellas puntas de diamante, los magníficos capiteles de mocárabes y las nervaduras del interior, comenzaste a subir la oxidada escalera. Tus ojos volvieron a ver de forma diferente y el análisis acudió a tu mirada. Una profunda grieta partía el arco trasero en dos. Preocupación en tu rostro. Seguiste subiendo y tu cabeza se llenó de nostalgia, melancolía, rabia e impotencia. Un tesoro histórico-artístico, abandonado a la ignorancia y despreocupación de los de siempre.



Antes de llegar a la cima de la escalera, te volviste. Un impulso incontrolable te hizo girar. Te hizo mirar. Y entonces fue cuando me viste. Vestida de luto negro, con mis manos huesudas y atrapada en la Historia y la leyenda. Rezando ante el Sagrado Corazón ahora y ante San Onofre antes. Levanté la cabeza y nuestras miradas se cruzaron en una eternidad de siglos pasados. Parpadeaste y me perdiste. Llegaste arriba y deshiciste el camino. El mismo camino que hacías con tu abuelo. Pensaste que había sido tu imaginación, pero luego recordaste algo. Recordaste aquella voz que te decía que, sin saber quién ni cómo, siempre había flores frescas que mantienen con vida el lugar.

Con el tiempo viniveron dos más. No traían flores. Ambos tenían ojos inquietos y miradas que rebuscaban entre los entresijos del humilladero. Buscaban soluciones. Buscaban esperanza. Buscaban la protesta. No traían flores, pero uno de ellos traía una cántara de agua y otro un caballo con porte de General, y sé que, de alguna forma u otra, ambos elementos ayudarían a traer flores frescas. ¿Que quiénes eran?... ¡Dios sabrá! Sólo sé que harían algo por el lugar. Que esta historia que cuento tendrá continuación. Que estas palabras mías siguen allí... en un lugar dónde se escucharán mis rezos. ¿Dónde?, en las Sevillanadas del General.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Bernini vs. Rembrandt

La Mitología ha servido siempre inspiración a muchos artistas a lo largo de la Historia del Arte. Ha sabido adaptarse a todos los soportes posibles, ya sea arquitectura, escultura o pintura, sin olvidar aquellas técnicas como la musivaria, la orfebrería o la joyería, mal llamadas Artes Menores.

En ocasiones, un tema en concreto ha sido reproducido en varios medios y tratado con asiduidad a lo largo de la Historia, lo cual nos sirve para comparar cómo ha evolucionado el tratamiento de dicho mito según la época. Pero... ¿qué ocurre cuando coinciden en una misma época el mismo tema?, es el caso de El Rapto de Proserpina, cuya representación corre a cargo de Gian Lorenzo Bernini en Escultura y Harmennsz van Rijn Rembrandt en Pintura.




¿Qué opinan vuesas mercedes?, ¿os gusta la Mitología?, qué preferís, ¿escultura o pintura?, ¿Bernini o Rembrandt?, ¿quién creéis que representa mejor el mito citado?... echaos un trago para calmar la sed del calor que llegará con el veranillo del membrillo.

viernes, 5 de septiembre de 2008

A Beautiful Day




It's a beautiful day
The sun is shining
I feel good
And no-one's gonna stop me now, oh yeah

It's a beautiful day
I feel good, I feel right
And no-one, no-one's gonna stop me now
Mama

Sometimes I feel so sad, so sad, so bad
But no-one's gonna stop me now, no-one
It's hopeless - so hopeless to even try




Felicidades Freddie

martes, 2 de septiembre de 2008

A ti

Queridísima mía:

Te echaba de menos. No puedo evitarlo. Todos los años me pasa lo mismo. Cuando me voy de tu lado me falta el aire y se me encoge el alma. Por eso, cuando te vi a lo lejos, volví a sentir que me estremecía. Volví a sentir que me perdía en tu silueta. Volví a sentirte. ¿Qué te voy a decir que no sepas ya tú?


Estaba deseando volver a estrecharte entre mis brazos y cerrar los ojos, mientras tu perfume me envuelve y me endulza el alma. Despistarme entre los entresijos de tus cabellos de verde Murillo y sumergirme en el incienso de tu azahar. Acariciar tu piel de tapial y mármol. Convertirme una vez más, mientras te dejas querer, en el explorador de tus entrañas. Amarte sin importarme nada más, mientras el tiempo corre fuera y el mundo gira. Tan sólo, querida mía, anhelaba esto. Anhelaba el tenerte cerca para seguir con mi mirada aquellos rincones prohibidos de tu geografía, contarte lo que mi cabeza piensa o lo que mi corazón siente. Besar el talón de tu Señor, mi tendón de Aquiles. Perderme en esa Mirada que me puede, en el frescor entoldado de tus calles, bajo la sombra de tus magnolios o la afrutada fragancia de tus naranjos. Te necesitaba porque no puedo pasar mucho tiempo sin sentir tu latir en mis venas. Te necesitaba porque tú me das vida.


Y ya he vuelto, un año más, para volverme a preguntar qué es lo que tienes que hace que me vuelva loco. Que mi corazón de un vuelco cuando te miro y te siento. Cuando te recuerdo en mi febril sentimiento a flor de piel. Con tu primavera verde, tu 30 de mayo, esa niña de la cava que se llama Triana, tus campanas, tu Domingo de Palmas, tu luz, tu sonrisa fresca de Guadalquivir, tu palacio árabe, mi monasterio renacentista, tu Puerto de Indias, tu San Lorenzo, tu Virgen de los Reyes, tus parihuelas al fondo, San Fernando, tu Giralda, mi Betis, tu Nervión, esa Montaña Hueca de Mateo Alemán, tu Santa Cruz blanca, tu cielo, mi judería, tu don Bartolomé, mi don Diego, tus volantes de luces, ese Arenal de Maestranza, tu Santa Ángela, mi Sor Ángela, el Duque y Campana, tu lunes de pescaíto, tu Torre del Oro, mi torre de San Jerónimo, tus bambalinas y tus faldones, mi cera y mi antifaz, tus barrios y el mío. Tu gente. Tu corazón. Tu alma.


Queridísima mía, ¿qué hago?, no puedo evitarlo. Lo sabes desde hace tiempo. Lo sabes desde que abrí mis ojos por primera vez. Estoy enamorado de ti. Loco por tus entrañas y tus secretos. Absorto por tus encantos y tu belleza. Apasionado de tu Historia y tu Semana Santa...



Ya he vuelto Sevilla mía, y este humilde aguaó se ha dado cuenta, que te quiere todavía más.


Las impresionantes imágenes son gracias a mi amigo Canónigo Alberico


Boomp3.com