miércoles, 29 de octubre de 2008

La Reina en la Villa y Corte


Ya no era noche, pero tampoco era día. La mañana aún no se había despertado y los ojos se resistían a abandonar la luz de los sueños. Parecía que sólo había pasado una hora escasa cuando el aviso llegó en forma de beso. La hora de partir. La Villa y Corte nos esperaba y, como hiciera don Diego hace ya muchos años, o don Bartolomé, nos preparamos para el viaje cuando aún el alba estaba entre sábanas y los pájaros no se atrevían a despertar sus gargantas. Recuerdos anquilosados de un viaje de ida donde el despertar se hizo agonía ante el traqueteo continuo del camino. Abrir los ojos y encontrar otro paisaje. Otros perfiles de azoteas y otro cielo. Frío al primer contacto con el exterior y salida entre bostezos encontrados, arremangándonos el jubón para frotarnos lo más cerca posible de nuestra piel y calándonos el chapeo hasta la sien. Atusándome el bigote para rematar en la perilla, ahogué un bostezo en la palma de mi mano y sonreí. Ya estábamos en Madrid los tres. Don Sebastián, soldado incansable y de corazón puro, amante de la Historia y la buena música, de porte torero, como le dijeron en una ocasión que enfilaba las gradas de la catedral, ya apresuraba el paso a mi siniestra. Al otro lado, una estructura ósea de finales del siglo XVII, obra de Antonio Quirós y retocada por Astorga en el XIX, también aumentaba su zancada. Y servidor en el centro, un aguaó del siglo XVII que llegaba a la capital de aquella España buscando el secreto de una leyenda y el mito vivo del dios Mercurio.


Y todo comenzó a sonar en clave musical. Dirigimos nuestros pasos bordeando el Retiro y El Prado, saludando con una reverencia a don Diego, sentado eternamente frente a la casa de sus obras y delante de una Avenida que no deja de tener movimiento. Menuda paradoja... dándole la espalda a su pasado y viendo el mundo avanzar sin detenerse delante de sus ojos, pero inmóvil. La jornada se cerró pronto con la visita a un más que mutilado Museo Arqueológico y la llegada a la posada. Allí dejamos nuestras pertenencias y nos apresuramos hasta las puertas del Corral de Comedias. Solo cabía esperar. Y las horas pasaron lentas, porque cuando esperas... no siempre Cronos devora rápidamente. Pero entonces la noche cayó sobre la capital. La gente comenzó a arremolinarse y los nervios crecieron. Las piernas se quejaban acuchillando las corvas y la cintura protestaba tirando de los riñones. Ni la parada del postigo, voto a tal, dolía tanto. Cómo me acordé de mi cinturón de esparto. Se congelaban los minutos y las horas y sólo la vida del lugar nos demostraba que el tiempo no se había parado. Don Sebastián, como si estuviera aún en el tercio de aquellos viejos soldados de Flandes, tomó posiciones al comprobar que había un movimiento extraño. La Canina crujió sus huesos y se pegó a un lado. Y un servidor llevó la muñeca diestra al pomo de la toledana, por lo que pudiera pasar. Movimiento y apertura al fin. Locura desatada. Carreras. Empujones. Pisotones y votos a tal. Todo era una erupción. Un caudal de almas en busca del Cosmos del Rock.


Conseguida la meta. A veces, aunque no siempre, la espera tiene su recompensa. En esta ocasión mereció la pena y la valla de la primera fila nos frenaba ante las embestidas de aquellos que nos seguían. Contemplaríamos la actuación desde muy cerca... tan cerca que podríamos sentir cómo se rasgaban las cuerdas de una escarlata especial. Tan cerca que podríamos sentir cómo palpitaba el ritmo de unas gafas de sol. Y allí estábamos. Don Sebastián, La Canina y el aguaó, cuando las noticias llegaban de Sevilla –ay mi Sevilla- para poner la guinda de ese pastel que estaba por terminar. Ganaba mi equipo justo antes de que estallara un Cosmos y la caída del martillo de sir Brian May se hiciera tormenta dentro del Corral. Comenzaba el espectáculo y los sentimientos y emociones se derramaron por aquellos huecos donde la razón no llega. Todo un espejismo irreal de imágenes y un torrente fortísimo de música que nos atrapó en un abrazo sobrecogedor. Un desfilar incansable de recuerdos teñidos de actualidad y de canciones atrapadas en el alma muchos años atrás. El repertorio se antojaba delicioso y degusté aquel comienzo explosivo, que no era sino una premonición de lo que estaba por llegar.


Todo transcurrió como si estuviéramos atrapados en un sueño. Llegaron momentos de adrenalina, donde las piernas, asqueadas de tanta rigidez, saltaban solas. Los brazos espoleaban palmas al aire y nuestras gargantas se pelaban al contacto con la emoción. Todos éramos uno y podíamos sentir esa unión. La Reina se dejaba sentir y nos atrapaba en un halo de nostalgia, rock y ferviente actualidad. Y el espíritu de Freddie estuvo presente siempre, aunque más que nunca cuando sir Brian le cantó aquel Love Of My Life, dejó volar su melodía musical en una joya llamada Bijou y el puño de Mercury apareció en la pantalla para recordarnos que no nos olvidamos de él. Para recordarnos que el show debe continuar. Para recordarnos que todo es una Rapsodia Bohemia y que nada realmente importa... sea cual sea la dirección del viento.


Don Sebastián chasqueó la lengua con un gesto de aprobación y sonrió con el gesto cansado. Había merecido la pena. La Canina sonreía con su terrorífica dentadura al aire mientras entre dientes resoplaba lo increíble que había sido. Y servidor... servidor aún estaba en éxtasis mientras el eco de la salvación a la Reina seguía latiendo en mi corazón.


Volvimos a la posada y descansamos hasta la jornada siguiente, dónde en una fugaz visita al Prado pudimos deleitarnos con el genio de Rembrandt y con don Diego... al que siempre que voy a la Villa y Corte procuro visitar. Y se acabó. Traqueteo de vuelta para reencontrarme con campos a un lado y otro y aparecer de pronto, casi sin avisar, aquel caballo blanco que recorta el cielo de mi ciudad y me arranca una sonrisa. Estamos de vuelta... sólo hemos ido a ver a La Reina y su espíritu de leyenda.

jueves, 23 de octubre de 2008

Los Puentes de Madison

- Esa clase de certeza sólo se presenta una vez en la vida - Robert Kincaid



La conocí gracias a mis padres. Una noche romántica que terminó endulzando un día muy especial para ellos. Cine y cena. Una cacofonía que muchos de nosotros estaríamos dispuestos a repetir con nuestra pareja soñada hasta la saciedad. Cuando mi pregunta los asaltó, fue mi madre la que respondió automáticamente, con una sonrisa dulce y un gesto de ternura impagable. Habían visto Los Puentes de Madison, de Clint Eastwood y Meryl Streep. Rápidamente una duda trepó por mi subconsciente y se afianzó en mi mirada de sospecha. ¿Una película protagonizada por Eastwood y que a mi madre le había gustado?. Mi ceguera de niño acostumbrado a ver películas de un pistolero callado, discreto y de puntería excelente, rápido como el viento desenfundando, o vengativo y paciente fuera de la ley, me traía la imagen de un vaquero de poncho que buscaba recompensas en los puentes de Madison o tenía que interceptar asesinos a cambio de favores. Nada más lejos de la realidad. El gusto de mi madre por la película debió abrirme los ojos desde un principio, y hubiera llegado a la conclusión acertada. Era una película de amor. Una película de esas que yo clasificaba como aburridas y lentas, carentes de espadas, caballos y tiros, único género que me fascinaba en aquel entonces. Mi madre la acogió como uno de sus descubrimientos y la puso en su lista mental de películas, compartiendo lugar privilegiado con Pretty Woman, Dirty Dancing o Memorias de África.



Pasó el tiempo y no volví a echarle cuenta a ese título que me confundía al ver el nombre de Eastwood mezclado con puentes que no fueran paso de forajidos, pero un día la anunciaron en la televisión. Mi madre celebró el momento y se preparó para esa tarde. Me di cuenta que le gustaba más de lo que yo imaginaba. Me resigné y me senté en el sofá a ver pasar rápidamente aquel film que había tirado por tierra mi imagen de Clint Eastwood. Pero entonces... algo cambió. Aquella historia no tenía tiros, ni revólveres, ni sombreros ajados y llenos de polvo, ni sogas atadas a un cuello. Aquella historia tenía pasión, belleza y amor. Me dejé llevar por ese hermoso relato. Me perdí en esos diálogos cargados de significado y mensajes entre líneas. Y me asusté. Me asusté cuando al final mis ojos se llenaron de lágrimas y me emocioné dejando escapar mis sentimientos. Con el tiempo, la volví a ver, sorprendiéndome a mí mismo, y comprendí todos los detalles que aparecen a lo largo de la historia. Había ampliado mi obcecado gusto por un único tipo de películas y Los Puentes de Madison habían entrado de lleno en mi lista de películas favoritas.

Y las críticas demuestran que Eastwood consigue realizar uno de los mejores papeles de su vida, y que Meryl Streep encarna el personaje a la perfección. Pablo Kurt de FilmAffinity así lo deja ver en su crítica: “Meryl Streep es un ama de casa que abandonó sus sueños por cuidar de su marido y criar a sus hijos en una pequeña granja del perdido condado de Madison. La llegada de un fotógrafo del National Geographic (Clint Eastwood), un fin de semana que su familia está fuera, le abrirá los ojos y el corazón a un mundo enterrado en años de rutina, y le hará aflorar sentimientos escondidos que entrarán en conflicto con la persona que ha sido hasta ese momento. Curiosamente, el mejor melodrama romántico de las últimas décadas no está protagonizado por guapos adolescentes, sino por dos maduros actores que nos regalan una historia de amor conmovedora, real y de una sutileza mérito del clasicismo del mejor Eastwood-director. La ceguera de Hollywood la nominó a sólo un Oscar -mejor actriz-, pero tras su visión uno se pregunta si realmente en todo el metraje de "Braveheart" más "Babe" más "Apolo XIII" -las 3 principales películas nominadas ese mismo año- hay un atisbo de tanta sutil intensidad como en esa escena en la que el duro Clint llora de amor bajo la lluvia mientras la mano de Streep duda entre abrir la puerta a una nueva vida...”.



Fue uno de los regalos de Reyes para mi madre hace ya un par de años. Cuando la compré, no me sentí bien, pues me gustaba tanto que parecía estaba haciéndome un auto regalo. La sinopsis que ofrecía el DVD en el dorso me hubiera hecho retroceder muchos años atrás: “Robert Kincaid, un fotógrafo que viaja alrededor del mundo trabajando para la revista National Geographic y Francesca Johnson, un ama de casa de Iowa, no buscan cambiar sus vidas de la noche a la mañana. Ambos se encuentran en un punto de sus vidas donde todas las ilusiones han quedado atrás. Sin embargo, cuatro días después de conocerse, ninguno de ellos querrá perder el amor que han encontrado”. Sonreí y me di cuenta que mi gusto se había ampliado con el paso de los años y que, tal vez las circunstancias de la vida, te hacen abrirte a nuevas historias que nunca creías ibas a contemplar.

Título original:
The Bridges of Madison County
Director: Clint Eastwood
Productor: Clint Eastwood y Kathleen Kennedy
Guión: Richard LaGravenese y Robert James Waller
Fotografía: Jack N. Green
Música: Lennie Niehaus


Reparto:
Clint Eastwood - Robert Kincaid
Meryl Streep - Francesca Johnson
Annie Corley - Caroline Johnson
Victor Slezak - Michael Johnson
Jim Haynie - Richard Johnson
Richard Lage - Abogado Sr. Peterson
Debra Monk - Madge
Phyllis Lions - Betty
Christopher Kroon - Michael joven
Michelle Benes - Lucy Redfield


Aunque no lo he hecho nunca, aquí tenéis un fragmento del final, para aquellos que la hayan visto y quieran recordarlo, y para los que no, os lo dejo a vuestra elección.


En el DVD, una pequeña crítica remataba el dorso con una reflexión: “Los ganadores del Oscar, Meryl Streep (consiguió su décima Nominación al Oscar por esta película) y Clint Eastwood (quien también la dirige y produce) llenan de talento y convicción a los entrañables personajes creados por Robert James Waller en su novela best-seller acerca del amor, la elección y sus consecuencias. ‘Meryl Streep y Clint Eastwood están tan perfectos que parece que hubieran salido directamente de las páginas de la novela’, proclamó la revista Entertainment Weekly. También son perfectos los pequeños detalles y las grandes emociones de este relato sobre un amor que sólo pasa una vez en la vida. Con suerte, un amor como ese nos ocurre a alguno de nosotros tarde o temprano. Para Robert y Francesca fue tarde. Y fue glorioso”.

domingo, 19 de octubre de 2008

Tamborileo


No se escuchaba nada. El silencio se había erguido como dueño de la casa mientras la lluvia arreciaba con fuerza en el exterior. La rutina de la insonoridad se había instalado lentamente en aquellos días. Ya no sentía que el agua caía y golpeaba las ventanas, que acariciaba los canales, que rumoreaba entre los tejadillos. Ya no escuchaba caer el agua como antaño, pero hay sentimientos que no se olvidan. Hay sensaciones que se almacenan en recuerdos apilados en nuestra cabeza. A veces, cuando menos lo esperamos, esas sensaciones vuelven a aparecer, y un abanico de sentimientos se despliega en tu corazón. Sientes que vuelve a latir con fuerza y que, después de tantos años, después de tanto tiempo de ausencia, hay sentimientos y sensaciones que no se pierden. Se asomó a su ventana y contempló caer el agua. El cielo lloraba desconsoladamente y acariciaba con sus lágrimas el cristal de su habitación. Silencio. Abrió un poco la ventana y dejó que el olor penetrara en su interior. Tierra mojada. Humedad. Agua. Cerró los ojos y su cabeza viajó entre sentimientos que creía perdidos. Entre recuerdos anclados en su memoria.


Y fue entonces cuando volvió. La infancia se le presentó ante sus ojos y aquellos momentos inolvidables aparecieron como pinceladas de color. Todo seguía como lo había dejado hacía muchos años atrás. Y llovía. Podía sentir que el agua calaba los huesos de su antiguo hogar. Pero lo que le hizo sonreír fue el tamborileo. Ese sonido repetitivo y mecánico que la lluvia convertía en música al besarse con las ventanas. Aquellas ventanas antiguas de cristal y marco de madera, donde el agua chocaba y sonaba. Casi podía tocar con la punta de los dedos el frío cristal de su antigua casa. Abrió los ojos y volvió al presente. Una profunda melancolía, aderezada con un buen pellizco de nostalgia, la abrazó. ¿No volvería a escuchar aquel tamborileo?, ¿no volvería a sentir lo que había sentido?... ¿nunca más?. Un escalofrío le recorrió la espalda como si le azotaran con un látigo recubierto con espinas de dura realidad. Y de repente sintió algo que le heló la sangre. Tragó saliva y se dio cuenta. Tenía miedo. Miedo a no volver a tener nunca más aquellas sensaciones, aquellos momentos, aquellos sentimientos... La lluvia no cesaba y su inconfundible olor se pegaba con fuerza a su piel. La ventana de su habitación permanecía abierta y ahora podía escuchar las gotas golpear contra el suelo, contra el patio, contra los coches. La cerró y se sentó sobre la cama. De nuevo un impertinente silencio la acompañaba junto a su vista perdida en recuerdos. El tamborileo estaba en su corazón, poniendo música a recuerdos y momentos que quizás no se volverían a repetir. Seguía lloviendo pero no escuchaba nada. No veía nada. De pronto, y casi sin darse cuenta, una lágrima acarició su rostro con tremenda dulzura. Llovía en su habitación. Llovía en su corazón...

jueves, 16 de octubre de 2008

Recuerdos de la CalleFeria


Siempre me ha gustado perderme en ella. Siempre me ha gustado acariciar sus entrañas de Historia y saborear sus rincones. Dejarme llevar por su música diaria y probar sus tapas de magnífica literatura ensartada en dulces de palabras perfectamente armonizados. Y sentir su ambiente y su gente. Y sumergirme en el batiburrillo de tesoros callejeros cuando llega el ecuador de la semana. Y me encantan sus Hermandades. Y la añoraba porque hacía tiempo que no paseaba por ella y que no tenía estas sensaciones. Fue quizás por este motivo que me decidí a recorrerla como antaño. A verla y contemplarla lentamente, recreándome y haciéndome de rogar en cada paso para sentirme como siempre me he sentido. Pero en esta ocasión fue un doble juego de recuerdos y mi corazón me avisó de que había echado de menos a un amigo muy querido.


Tenía la mañana libre y no lo dudé ni un momento, pues si tenía que elegir un día, tenía que ser aquel. Jueves. Bajé por Regina desde la Encarnación y llegué a la esquina de San Juan de la Palma, rincones y recovecos perdidos de conventos, aderezados con dogmas inmaculistas, llegaron a mi cabeza. Esta Sevilla mía y sus disputas internas. Allí estaba la plaza y la leyenda que recorre el cementerio y su palma, y al otro lado comenzaba la calle Feria ahora, antes llamado ese tramo, hasta la Capilla de Montesión, San Juan de la Palma. Y entonces respiré profundamente y me adentré en su corazón. Lentamente. Como llega la Amargura envuelta en la oscuridad de la noche e iluminada su Mirada por la luz de la candelería a los sones de su marcha. Sobre los pies y sin mucho paso, contemplé el Señor Cautivo de la ventana, el despertar de una persiana tardía, el baño de lejía y agua sobre la acera, el primer lingotazo de aquél jubilado sobre la barra del bar, el olor a tostadas del poco madrugador y el crujir de espalda de la calle, que bosteza ante las primeras horas de sol de la mañana. Fue entonces cuando me crucé con dos turistas. Un matrimonio de media edad que lucían una bonita sonrisa y ojos sorprendidos, todo bajo un dosel de cabellos rubios. Ella llevaba una camisa remangada y una mochila, y él una camiseta de franjas horizontales verdiblancas que reconocí al instante. La camiseta del Céltic de Glasgow. Escocia en la calle Feria. Recordé las sabias palabras de mi profesor, aunque él se empeñe en lo contrario.

“Si viajaran con vosotros,
si se mezclaran con vuestra gente,
sabrían la alegría que contagiáis allá por donde vais,
descubrirían cómo una pinta sabe mejor en vuestra compañía
y se sorprenderían y mucho
al veros llenar las iglesias allá por donde vais.
Porque ellos no lo saben pero
no, no sois iguales”

No eran iguales. Curiosas palabras las de mi amigo, pues él tampoco se daba cuenta que no era igual. Así estaba, dando vueltas a la cabeza, cuando se estrechó la calle y un coche me pitó sacándome de mis recuerdos. Le dejé paso y descubrí el lugar donde había visto este año a Los Javieres, cuando su vuelta se consumaba y la Estación de Penitencia expiraba cerca de su parroquia. Seguí mi camino y crucé la línea de Castellar para sentir el cuello de embudo que antecede a las Plaza de los Carros. Allí estaba El Kilo y el Vizcaíno, sellos imborrables de la Historia más cercana de la calle, tatuados a fuego en la cabeza de los sevillanos. Y el Jueves. Se abría como un abanico extendiéndose y prolongándose hasta el giro de Corredurías, vulgo Doctor Letamendi. Aquello era una parada obligada, pero no ahora, después. Cuando el sol apretara a pesar de ser ya otoño, y la garganta pidiera algo más que agua. Dejé mi curiosa vista aparcada y continué hacia Omnium Sanctorum. Hacía mucho tiempo que no entraba en la antigua parroquia y contemplaba el buen hacer de Pires Azcárraga y la Negación de San Pedro. Recordé cómo mi amigo había hablado con alegría de la nueva Hermandad de su calle y cómo, una vez más, había dejado que su corazón escribiera por él, como sólo los grandes saben hacerlo...

“Sentimos una inmensa, total y plena alegría, porque aquel día, aquel Miércoles, llegaron a la Catedral muchos años de PAZ que llevasteis antes que a la Campana, a los hogares del barrio de la Feria...”



Gracias a CalleFeria


Salí y me di de bruces con el mercado, el sempiterno regalo de vida que tiene este tramo. Allí se puede encontrar de todo y saborearlo de verdad. Saludé a mi prima, frutera del ilustre edificio desde hace años, y luego me adentré por su calle central y su jaleo diario, tan familiar y singular a la vez. Todo apretado y aparentemente desordenado, pero siguiendo un programa iconográfico digno de la mejor fachada barroca. Dispuesto de manera confusa pero ordenada a la lógica, el producto de uno se abraza con el de otro, y las voces del que atiende aquí se cruzan con el de allí. Toque especial que denota el barrio. El mercado de la Feria es algo arraigado en la semilla del fruto de la calle. ¿Habría chicharrones?. Me acordaba otra vez de él, quizás porque sé que ha vuelto y eso me llena de alegría. Y de recuerdos...

“No tardes en volver querido amigo,
no tardes que en el barrio te esperamos.
Como cada verano, como cada año te esperamos,
a ti y a tu hechura y aroma inconfundibles.
No tardes en volver chicharrón,
chicharrón del mercado de la Feria...”


Y tal vez como su chicharrón, se decidió a volver. Afortunadamente para todos. Sonreí y continué mi paseo por los recuerdos de la CalleFeria. El último tramo se convertía en un despiezado dominó de fichas desordenadas. Coches alineados y rectificación de tráfico hasta que Resolana irrumpía con fuerza en su estrenado sentido único. Por allí va y viene la Esperanza Macarena, y era ese tramo de Feria, al pasar el mercado, uno de mis preferidos para ver cómo se aleja. Tiempo ha de aquello, cuando aún no seguía con mi cirio al Señor de Sevilla y antecedía a mi Virgen del Mayor Dolor y Traspaso. Recordaba esto cuando volvía sobre mis pasos y me encontré dos amigos charlando y sonriendo luciendo la camiseta del Sevilla F.C. uno y la del Real Betis el otro. Mi amigo también es sevillista. Pero es diferente. Lo demostró en dos ocasiones, porque él es muy elegante. No sólo escribe como si la literatura fuera su religión y las palabras su condición, sino que además, es exquisito en su forma de ser. ¿Exageración?... no. Ya lo demostró cuando su equipo iba a jugar una final.

“Y Sevilla está en Silencio...
Porque como dicen en Anfield Road:
‘El fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es algo más importante’.
Por eso ayer, al saber que jugaremos otra final me acordé de vosotros,
de los que os fuisteis sin ver un título, sin vivir una final,
de los que vivís en el tercer anillo y siempre empujáis al equipo”


Su equipo jugaba una final y él se acordaba del tercer anillo. Ese anillo sevillista donde todos tenemos a alguien. Ya os lo he dicho, que es muy elegante. Pero su elegancia la demostró cuando más llovía en La Palmera. Cuando verdaderamente hacía falta que apaciguara el chaparrón. Cuando muchos hicieron leña del árbol caído y las chanzas y corrillos agravaban y se aprovechaban de la situación. Fue entonces cuando su estilo y buen hacer derramó en forma de palabras un capote sobre los hombros de aquellos aficionados béticos que sufríamos las embestidas de los medios de comunicación...

“A los que, como yo, dejáis la paga de verano en los carnets,
A los que, como mis hijos, no coméis cuando perdéis,
A los que, como yo, no necesitáis títulos para mantener una devoción,
A los que, como mis hijos, limpiáis lágrimas con banderas.

Porque sois y sentís cómo yo.
Porque vuestro equipo nunca caminará solo,
porque el amor no se compra con dinero,porque una lágrima vale más que una acción,
porque al final de la Palmera no hay una empresa, hay un sentimiento.

A vosotros, porque sois, soñáis y sentís como yo...”


Éste es mi amigo. Y no dejaba de acordarme de él porque sabía que cuando llegara a mi casa lo encontraría de nuevo. Revisando mi memoria y encontrando cada texto escrito en imágenes latentes, llegué ensimismado al famoso mercadillo de la calle. Una pena que se redujera tanto. Allí se podía encontrar de todo, como demostró don Juan de Mata Carriazo al encontrar el famoso bronce de la diosa Astarté. Curioso y popular. Tan ricamente exornado con los tesoros de la calle o aquellas joyas desprestigiadas por el paso del tiempo. Se amontonan los años y la Historia se revuelve en viejas revistas, desnudos de tersas pieles arrugadas en el presente. Una panera olvidada y sin limpiar. Una vieja lámpara que fue comprada antaño para alguien que la perdió cuando el olvido llegó a su existencia. Hay de todo. Todo está en el Jueves. Retales de vidas anónimas esparcidos por la calle. Y como marco incomparable, la Plaza de los Carros, con el Kilo, el Vizcaíno y la Capilla de Montesión. Y allí fue donde acabé mi paseo. Sentado frente al Señor de la Sagrada Oración y Su Mirada. Aquella Mirada que suplicaba y pedía ayuda entre olivos.


Fotografía recortada de Roberto Villarrica


“No es fácil escribirte, es mejor hablarte.
No, no es fácil escribirte, es mejor contarte.

Hablarte sobre lo pasado y por pasar,
hablarte de lo acontecido y por venir,
contarte lo acaecido y lo vivido,
contarte lo soñado y deseado.

Hablarte de las ilusiones rotas y de las que incólumes están,
hablarte de eso que Tú sabes y que a veces te oculté,
contarte sueños que hiciste realidad,
contarte realidades que nunca soñé.

No es fácil escribirte, es mejor hablarte.
No, no es fácil escribirte, es mejor contarte”



Gracias a J. Iván Martín


Es mejor hablarte, escribía mi amigo. Es mejor contarte, decía su corazón. Volví a sonreír, como otras veces lo había hecho esa mañana, porque sabía que volvería a leerle. Porque cuando vi a María Santísima del Rosario recordé, una vez más, que mi amigo había vuelto y que la ausencia no es el olvido. Estaba feliz. Salí de la Capilla y contemplé la luz bañándolo todo. Volvería a disfrutar de aquellas visiones del mundo desde la Plaza de los Carros. Ya no serían recuerdos de CalleFeria. Los recuerdos son la voz de ese apuntador escondido en tu cabeza. La ausencia no es el olvido y yo no te he olvidado amigo mío. Y me alegro que vuelvas para deleitarnos con tu magnífica prosa, tu fina literatura, tu excelente buen hacer y tu elegante pluma. Pero sobre todo... me alegro que vuelvas para disfrutar de tu compañía. De tus lecciones. De tus valores humanos. De tu exquisita forma de ser. De tu amistad. Me alegro que vuelvas, amigo mío... y tú ¿me sigues llamando profesor cuando nunca he dejado de ser tu alumno?


Y vuesas mercedes... ¿no lo conocen aún?, ¿y a qué están esperando?... os presento a mi amigo CalleFeria.

Para Luis...

miércoles, 15 de octubre de 2008

Cuarto de siglo

Los niños de ahora ya no juegan a lo mismo que tú...
Tus amigos se casan...
Y cada vez salen jugadores más jóvenes...


Te haces mayor y pasan los años
Un cuarto de siglo
25 años
Señal que los has vivido



Ayer recibí un mensaje de un gran amigo que me anunciaba un regalo en su blog, pero que no podía ver hasta las 00:00 de la noche. Cuando entré descubrí que me había hecho la primera fiesta sorpresa de mi vida. Descubrí que no eran un regalo... era algo más.

Gracias amigo Híspalis, por este enorme y emotivo detalle. Las personas son grandes por sus gestos no por su altura.

Gracias a todos queridos amigos, pues uno de los mejores regalos, ha sido el conoceros. Y ahora... volvamos a la fiesta.

Un fuerte abrazo

Vuestro amigo Ramsés

miércoles, 8 de octubre de 2008

El dolor del Guernica

Como si de una densa niebla se tratara, las imágenes se fueron disipando en los ojos de la memoria y una faz blanca lo inundó todo. Un destello de luz roto de pronto por la oscuridad profunda de las tinieblas. Miedo y pavor extendiéndose como la pólvora de miles de cañones. Hay recuerdos que no se pueden borrar. Hay momentos que no se pueden desterrar de la mente. Hay heridas que el tiempo jamás podrá cerrar y curar, porque el olvido no es suficiente para hacer frente a muchos de los sentimientos que mueven el corazón de una persona. Es entonces cuando los sueños se convierten en pesadillas y aquellas imágenes que se intentaban desvanecer, vuelven una y otra vez. Sudando y ahogando un grito desesperado, Emilia se incorporó en la cama. Hacía tiempo que su pasado no le visitaba cuando Morfeo la abrazaba, pero esa noche la sobresaltó un ruido de aviones y cientos de explosiones a su alrededor. Gritos de terror y miedo fundidos en sepia. Miró a su alrededor y comprobó que todo estaba en orden. Silencio y tranquilidad. La maleta antigua, de piel gastada por el paso del tiempo, reposaba cerca de la puerta. Su ropa para el viaje esperaba en la silla de su cuarto, mientras su marido no dejaba de resoplar rítmicamente en sonoros ronquidos. Miró el reloj y se dio cuenta que aún le quedaban varias horas hasta que la alarma avisara para la hora de partir. Madrid les esperaba. Se volvió a acostar y cerró los ojos, con la esperanza de no encontrar más gritos en sus sueños.


“Fue en la edad de nuestro primer amor
cuando los mensajes son propicios al precoz embelesamiento
y los suaves atardeceres toman un perfume dulcísimo
en forma de muchacha azul o de mayo que desaparece,
cuando
unos hombres duros como el sol del verano
ensangrentaban la tierra blasfemando
de otros hombres tan duros como ellos;”

Las noticias de la Guerra Civil no hacían otra cosa que minar el ánimo de Pablo. La Exposición Internacional de París se acercaba a pasos agigantados y tenía que entregar su obra para el Pabellón Español. Una obra que no tenía acabada. Una obra que no había comenzado. Impotente por los acontecimientos que se vivían en su país, se dejaba calmar por la tranquilidad de los alrededores de la casa rural, no lejos de Versalles, en las inmediaciones de Le-Tremblay-sur-Mauldre. Pero las noticias no dejaban de llegar. Su madre, residente en Barcelona, le pone al corriente de cómo España se acuchilla y masacra. Todos los relatos son negras necrológicas de un país que estalla por los cuatro costados y el desmoronamiento de la razón humana. España se muere en una guerra incivil. Hasta Salvador se dio cuenta y realizó una premonición de receta para una “Construcción blanda con judías hervidas”. Una auténtica metáfora visual de las tensiones físicas y emocionales que ahogaban a la piel de toro. Y entonces llegó el 26 de abril de 1937 y la muerte cayó del cielo en el vientre de unos misiles. Al día siguiente, Pablo leía el periódico francés L’Humanité y temblaba en lo más profundo de sus entrañas, al comprobar cómo la locura de la guerra y el miedo del poder irracional, sesgaba la vida de inocentes. Las dramáticas fotografías del rotativo galo sobrecogieron al pintor y le sumieron en un profundo pesar. Su mente retuvo esas imágenes latentes de barbarie y terror y la inspiración acudió en forma de musas cadáveres que danzaban a su alrededor. Sintió pena, rabia, ira e impotencia. Angustia frente al dolor universal que simboliza una guerra. Los tres días siguientes serían el marco geográfico de una idea. La gestación de modelos de dolor imborrable que perdurarían por siempre en la creación de uno de los mayores alegatos genéricos contra la barbarie, el terror y la guerra. El sábado 1 de mayo de 1937, apareció el primer boceto de su futura obra para el Pabellón de España de la Expositión Internationale Des Arts Et Techniques Dan La Vie Moderne de París. El sábado 1 de mayo de 1937, "El Guernica" comenzó a tomar forma.


“tenían prisa por matar para no ser matados
y vimos asombrados con inocente pupila
el terror de los fusilados amaneceres,
las largas caravanas de camiones desvencijados
en cuyo fondo los acurrucados individuos
eran llevados a la muerte como acosada manada;”

Camino de Madrid. El tren no se parecía para nada a los de antaño y la gente estaba alegre y contenta. Su marido, su fiel compañero, la besó manteniendo sus labios con tremendo cariño entre los suyos. Habían pasado los años y seguían manteniendo la llama del amor vivo como el primer día, alimentándolo cuando era preciso con caricias y cariño. Ella le sonrió pero estaba lejos del tren y su amortiguado traqueteo. Se frotó el dorso de la mano lentamente y dejó notar las arrugas del tiempo en el tacto. Tenía un par de señales de dos cortes profundos de su infancia en la mano izquierda. Recuerdos de aquella tarde del 26 de abril de 1937. Sus ojos se endurecieron y su mente cruzó el horizonte del pasado para perderse entre gritos de desesperación y llanto. Sonidos de pólvora y terror. Olores de metralla y humo de barbarie. Cicatrices sin cerrar del todo en una vida marcada por un bombardeo. Guernica explotando al aire en un torbellino de gritos y llanto. Ojos desorbitados y miradas de miedo que precedieron a una jornada de dolor. Ni siquiera un mes después, Emilia subía a “La Habana”, el barco que trasladaría a Inglaterra a más de 3500 niños, evitando esa sangrienta guerra incivil que atravesaba el país. Nunca se había sentido tan sola como en aquel barco. Rodeada de niños y sola. La soledad... no siempre se presenta de la misma manera. Tenía catorce años y jamás olvidaría el bombardeo y la última vez que vio el rostro de su madre, bañado en lágrimas.


Faltaba poco y su marido la despertó del pasado con una dulce sonrisa. Sabía en qué pensaba y no hizo falta hablar. A veces... las palabras sobran cuando se conocen los sentimientos. Y él lo sabía. Acarició su mejilla con toda la delicadeza que pudo y le besó la mano. Emilia sonrió y se dejó llevar por el presente y el delicioso sabor a vida que ofrecía. Pronto estarían en Madrid.

“era la guerra, el terror, los incendios, era la patria suicida,
eran los siglos podridos reventando;
vimos las gentes despavoridas en un espanto de consignas atroces;
iban y venían, insultaban, denunciaban, mataban,
eran los héroes, decían golpeando
las ventanillas de los trenes repletos de su carne de cañón;”

Junio de 1937. Había cumplido y la obra estaba terminada. Pablo la observó alejándose hacia atrás, con su vista cansada y su ánimo encontrado en un cruce de sinsabores. Allí estaba su mural para el Pabellón Español. "El Guernica". La expresividad se hacía patente en la distorsión y fragmentación de las figuras. De ellas emergía la angustia y el sufrimiento. El caos se apodera de la estructura del cuadro en un primer momento, como si aún siguieran cayendo bombas y la gente no dejara de chillar y correr. Luego todo se aclara y la lectura puede seguirse. Una figura que grita con los brazos en alto entre el fuego, una mujer que cae en la carrera desesperada por la supervivencia, un caballo que exhala un aullido de dolor al ser herido mientras pisotea un cadáver descuartizado, una mujer que ilumina con una vela la escena y otra que llora desesperadamente la muerte de su hijo, como una Piedad renacentista, mientras un toro mira con vista perdida tras ella. Arriba, una lámpara, un ojo o una bomba, o tal vez los tres elementos.


El pintor pasó su mirada por los detalles que habían cambiado a lo largo del desarrollo del cuadro. Se paró en le herida del caballo, de la cual había desaparecido la figura emergente de un caballito alado, símbolo de la esperanza. Suspiró. Sólo quedaba la flor en la mano de aquel guerrero caído. Una flor que permanecía en el centro del caos. Imperturbable. Como la esperanza. Símbolo de ella y que no se puede quebrantar. Y la luz. Sería el pueblo el que entendería su obra. Todo opuesto y sin embargo relacionado. Blanco y negro para dotarlo de policromía. Antónimos y relacionados. Gris como el horizonte que presagiaba Pablo. Angustia, pena y rabia. Y la impotencia. Sobre todo la impotencia. Cerró los ojos y aspiró con fuerza una bocanada de aire, como si le faltara en ese momento, para luego asentir ante la propia obra y confirmarse a sí mismo. "El Guernica" no volvería a España a menos que Franco perdiera. O cuando éste no estuviera. No sabía el gran genio de la pintura que no lo vería en su tierra de origen. El genial Pablo Picasso no vería nunca su cuadro en España.

“nosotros no entendíamos apenas el suplicio
y la hora dulce de un jardín con alegría y besos;
fueron noches salvajes de bombardeo, noticias lúgubres,
la muerte banderín de enganche cada macilenta aurora;
y héteme aquí solo ante mi vejez más próxima
preguntar en silencio
¿qué fue de nuestro vuelo de remanso,
por qué pagamos las culpas colectivas
de nuestro viejo pueblo sanguinario;
quién nos resarcirá de nuestra adolescencia destruida
aunque no fuese a las trincheras?”

Llegaron a Madrid pronto y el sol aún servía de luz. Salieron de Atocha y comprobaron que el tráfico y los ríos de personas se adueñaban de las calles y mantenían el pulso de la ciudad activo, sin cesar ni un momento. La capital de España se les antojó como un hormiguero que vibraba de vida en un bombeo continuo de ideas y venidas. Podría decirse que el movimiento y el dinamismo sorprendió a Emilia y su marido. Tal vez no se dieron cuenta que era hora punta y eso ayudaba a que todos confluyeran en un ir y venir de pasos acelerados. Observándolo todo y adquiriendo el aire de turistas involuntarios, llegaron hasta el museo. Entraron y se sumergieron en el Arte Contemporáneo, hasta que lo vieron. Todo el viaje tenía un único motivo. Un único sentido. Y allí estaba. Delante de ellos. Emilia cogió aire y lo retuvo en su pecho. Su marido no hacía otra cosa que apretarle la mano con fuerza, pero entonces ella lo miró y no hizo falta nada más. Era su momento íntimo. El encuentro con sus recuerdos mutilados. Él la besó y se alejó dando un paseo.


La gente se arremolinaba para verlo. Era grande, pero nadie quería perderse ninguno de sus detalles. Emilia se hizo sitio y consiguió situarse frente a frente, entre el público ansioso. Todo el mundo hacía comentarios, todo el mundo hablaba y un jaleoso rumor se extendía aceitosamente. Pero ella no los escuchaba a ellos, pues los gritos de su memoria no dejaban pasar nada más. No los veía, porque las imágenes de sus recuerdos inundaban su cabeza. No había otro olor que no fuera el de la pólvora y el miedo. Allí estaba su infancia arrebatada. Su inocencia interrumpida por un bombardeo. Su vida quebrada en mil pedazos de recuerdos fragmentados en retales de angustia, rabia e impotencia. Allí estaba pintado su dolor. Picasso no pintó la Legión Cóndor alemana. Ni siquiera pintó Guernica. Picasso pintó el pueblo y su dolor. Picasso la pintó a ella. A todos los que sufrieron.


Su mirada comenzó a temblar y la garganta se cerró como un cepo dentado. Observó cada detalle del cuadro y la realidad se confundió con la ficción. Los símbolos con la verdad. Sus recuerdos con el propio cuadro. Y entonces se dio cuenta que sabía leer en el idioma oculto de aquel cuadro y comenzó a ver. A verlo todo. La tormenta de los aviones. Muchos aviones. Uno tras otro. No dejaban de sobrevolar cuervos entre gritos y carreras. Aquel ojo artificial en forma de bombilla en lo alto lo anunciaba. Las bombas miraban desde el cielo y caían en forma de guadaña. Y algunos símbolos más que recordaban a la guerra. La espada en la mano del caído, las flechas, la lanza, el fuego... que se hace partícipe del desastre y devora a los inocentes, como la mujer que perece entre las llamas. Emilia la escucha gritar y traga saliva ante el dolor que muestra su rostro desencajado. Los ojos vacuos y llenos de miedo. El miedo es algo que se pudo encontrar fácilmente en todas las miradas. Una mujer corría de derecha a izquierda huyendo de lo que todos huían aquella tarde. Se dejaba el pie atrás y estaba a punto de caer. Recordaba las caídas de gente desesperada. Y las carreras. Como la de aquel caballo herido que chilla al aire mientras pisa un cadáver descuartizado. Un hombre abandonado a la suerte de la guerra cuya mirada sacude un fuerte escalofrío a Emilia. Vio muchas miradas perdidas como la de aquel hombre que yace bajo los cascos de la guerra. Y también tuvo la sensación de ver aquella paloma de ala rota. La esperanza perdida. El túnel profundo que enfilaba su vida aquella tarde. Emilia sintió algo dentro de ella y su corazón latió con fuerza. Sacó un pañuelo de su bolso y se limpió la humedad de sus ojos. Fue entonces cuando contempló la figura de aquella piedad cubista. Aquel símbolo inequívoco de los verdaderos perjudicados de la guerra. El llanto del pueblo. La madre que abraza a su hijo por última vez antes de darse cuenta que su vida se ha ido con él. Que ya nada tendrá sentido. Que la barbarie y la sinrazón se ha apoderado del mundo. Y chilla y grita. Y nada puede hacer, pues ha muerto en vida con él. Entonces Emilia lloró. Dejó que sus lágrimas acariciaran los pliegues de sus años y que su corazón se desatara de aquel dolor que la oprimía.



“Vanas son las preguntas a las piedras
y mudo el destino insaciable por el viento;
mas quiero hablarte aquí de mi generación perdida,
de su cólera, paloma en una sala de espera con un reloj parado siempre;
de sus besos nunca recobrados,
de su alegría asesinada
por la historia siniestra
de un huracán terrible de locura.”

Miguel Labordeta (1921-1969) – 1936


Se secó las lágrimas y recordó aquel verso de Miguel Labordeta, “paloma en una sala de espera con un reloj parado siempre”. Hay algunas heridas que el tiempo sólo alivia, pero no cierra. De cicatrices está nuestro corazón lleno, pero algunas se abren con más facilidad que otras. Pero hay un brillo sempiterno de algo inesperado en lo más oscuro del horizonte. Lo hubo para Emilia y ella pudo verlo. Supo verlo. Porque hay que saber mirar para verlo. Y también lo vio Picasso. Y en medio de toda aquella vorágine, lo supo encontrar y plasmar. Y allí estaba aquel brazo que ilumina la escena y dota de luz la oscuridad del terror. Y la mano del caído se agarra con mayor fuerza a la flor. Luz y vida. Esperanza. Esperanza para acabar con la guerra, para una vida mejor. Esperanza como pilar básico y motor de la ilusión que no debe morir. La esperanza... siempre presente. Emilia suspiró ante aquella revelación que le regalaba Picasso y que ella supo ver.


Aturdida y algo desorientada por el viaje al pasado, miró a su alrededor. La gente se había marchado. Sólo quedaba una persona a su lado. Era una mujer joven y alta que se volvía en ese momento para mirarla. Sus miradas, húmedas por la emoción del cuadro, se encontraron. Había muchos años de diferencia entre unos ojos y otros, pero sentimientos encontrados. Se sonrieron cómplices de una intimidad inusitada entre dos personas extrañas. Ambas estaba emocionadas. Y entonces apareció el marido de Emilia. La besó con todo el cariño del mundo, y en silencio se dieron la mano. Al marcharse... la anciana se volvió y miró a la joven por última vez, sonriéndole de nuevo, antes de darse la vuelta. Emilia supo que el reloj de la paloma de Labordeta volvió a funcionar. Sabía que habría muchas cosas en la vida que no podría olvidar... porque algunos recuerdos pertenecen al corazón, y no a la memoria. Sabía que la herida de aquel 26 de abril de 1937, sólo se aliviaba con el tiempo, pero que no se cerraría. Y también sabía que no olvidaría nunca a aquella joven dama del museo, con su pelo rizado y su pulsera de ámbar...

Para esa dama de sevillano nombre y pulsera de ámbar, mi amiga Reyes...

lunes, 6 de octubre de 2008

Pecados capitales


¿Se cumplirá la profecía?, ¿qué nos pasa?, ¿perderemos los siete primeros partidos?, ¿será esta otra temporada de sufrimiento o conseguiremos resurgir?...aunque juguemos como nunca y perdamos como siempre, creo que ante el Mallorca ganaremos...

¡Manquepierda siempre!

Y ¿vuesas mercedes qué opinan?

viernes, 3 de octubre de 2008

Con o sin xilófono

"Sonó el Himno Nacional. Y sonó Alma de Dios. Más clásico que nunca. Entre las filas de músicos había cuatro instrumentos que se estrenaban pero que a la misma vez eran ya conocidos de sobra. Los famosos xilófonos. Cuando el público presente escuchó los primeros compases, se hizo el silencio, un silenció que más bien duró poco, pues en pocos segundos la ovación fue sobrecogedora"


Así es como se narra en la Página Oficial de la Agrupación Musical Nuestra Señora de los Reyes, la crónica sobre el Domingo de Ramos de este año 2008. Se estrenaban los xilófonos y a más de uno se le hacían los ojos mares de agua salada y las gargantas se tensaban en un nudo de emoción. Otros, por el contrario, se sorprendían por el uso en directo de ese famoso instrumento, y la reacción no era precisamente buena.


En este punto es dónde la conversación se convierte en debate y la opinión se fractura para realizar un cruce de argumentos y exponer las ideas y puntos de vista de cada uno. En una de nuestras largas y prolongadas conversaciones sobre Semana Santa, nuestra querida Gata de ojos verdes y nombre de ciudad imperial, me expuso su gusto y predilección porque el xilófono sonara siempre en la marcha "Alma de Dios". Mi primera reacción fue negativa, debo reconocerlo, pero el año pasado lo escuché en directo cuando Jesús Despojado cruzaba Campana, y el sonido de este instrumento queda perfectamente acoplado a la marcha, sin destacar en demasía como hace en el disco, dónde no me gusta en absoluto.


Ella me propuso un debate en este humilde rincón donde se sacia la sed del que acude, y servidor hace lo propio y os facilita tres archivos musicales. En el primero aparece la marcha sin xilófono en directo, en el segundo con este instrumento y en una grabación de estudio, y en el tercero, una grabación en directo con el toque del xilófono perfectamente acoplado.







¿Qué opinan vuesas mercedes?, ¿con o sin xilófono?, ¿qué archivo os gusta más?, ¿habéis tenido la oportunidad de escuchar la marcha en directo?, y puestos a rizar el rizo... ¿qué paso de Misterio os gusta más acoplándose a "Alma de Dios"?...son vísperas... o no, pero para mí empiezan en septiembre. Echaos un trago mientras pasa el veranillo del membrillo.