viernes, 26 de diciembre de 2008

Wembley '86

En una ocasión, hablando con mi querido amigo Ludwig de temas musicales, me lanzó una pregunta que contesté rápidamente y sin dudar ningún segundo: “si tuvieras la oportunidad de elegir un concierto en el que te hubiera gusta estar ¿cuál sería?”. Siempre había deseado estar en aquel evento. En aquel acontecimiento que tantas veces había visto en el salón de mi casa. Le sonreí al mirarlo e inmediatamente él supo mi respuesta sin necesidad de que yo respondiera. “En Wembley ‘86”. Por supuesto, me refería al espectacular concierto que dio Queen los días 11 y 12 de julio de 1986 en el estadio de Wembley de Londres.


Queen anunciaba una serie de conciertos al aire libre en Europa para el verano del '86. Durante ocho semanas irían de gira por Escandinavia, Alemania, Francia, Bélgica, Suiza, España e Irlanda. La gira europea Magic Tour había empezado el 7 de junio de aquel año en Suecia. En una conferencia de prensa en St James Club, Picadilly, el promotor británico Harvey Goldsmith, declara que la venta de entradas para los dos conciertos de Queen en el Wembley Stadium se acercan al medio millón, y que las entradas para el concierto de Newcastle se agotaron a la hora de salir a la venta. Los conciertos en Wembley para los días 11 y 12 de julio tienen como teloneros a Status Quo y The Alarm. Como parte del festival organizado por Capital Radio, el concierto se graba para una futura retransmisión, y la marca de cerveza ‘Harp Lager’ patrocina el evento. Tuvieron que añadir la actuación del día 12 cuando vieron que, solo por correo, las ochenta mil localidades del estadio de Wembley se habían vendido. De esta forma, Queen se convirtió en el tercer grupo de rock de la historia que daba dos conciertos sucesivos en el estadio. Harvey Goldsmith, promotor del ‘Live Aid’, estaba a todas luces encantado: “la verdad es que estoy emocionado”, comentó, “esto demuestra que, tras quince años, Queen está en la cima de su popularidad”.


Para los nuevos conciertos, la banda debuta con su nuevo espectáculo: un escenario para el que hizo falta practicar agujeros en los cimientos del estadio, un sistema de sonido nuevo de Clare Brothers y el equipo de iluminación más gigantesco de la historia. El efecto general, según Roger Taylor, será “más grandioso que la grandeza en sí. Comparado con esto, Ben-Hur parecería un teleñeco”. No obstante, las características del mismo eran colosales: aparte del panel de luces más grande que se había montado nunca para una actuación en directo -su peso era de 9’5 toneladas- un escenario con casi 55 metros de ancho por más de 15 de alto desde el suelo hasta la parte superior de la iluminación, era el más grande que se había montado jamás en Wembley. El inmenso sistema de sonido tenía una potencia de más de medio millón de vatios, contaba con revolucionarias torres retardadas y comportaba el uso de 180 altavoces situados de cara al público en cada actuación. Se utilizó por primera vez una pantalla Starvision de 6 por 9 metros, para compartir el espectáculo que se desarrollaba en el escenario con el público situado en el fondo del recinto. Fue necesario colocar un enorme depósito de agua detrás del escenario para contrarrestar el tremendo peso de la pantalla, colocada por encima de la parte central del escenario. Gavin Taylor grabó este concierto en Wembley para la televisión del Reino Unido. Se utilizaron 15 cámaras situadas alrededor del estadio, además de una cámara aérea en un helicóptero. Channel 4 adquirió la grabación, y el 25 de octubre de 1986 se retransmitió una versión editada del concierto, llamada Real Magic, simultáneamente en la televisión y en todas las emisoras de radio independientes. El programa de televisión atrajo por sí solo a tres millones y medio de espectadores.


Pero si todas estas características son ya, por sí solas, algo sorprendente, la actuación del grupo en el concierto del 12 de julio, fue sublime. Una actuación impresionante que no se puede describir y es necesario ver y disfrutar, la cual concluyó con la ya legendaria y mítica imagen de Freddie Mercury ataviado con un manto o capa roja de armiño y una corona. En los altavoces suena “God Save The Queen”, la gente corea el himno británico, y Freddie alza la corona, para despedirse del público: “Thank you, beautiful people. Good Night. God bless you”.




Así pues, respondiendo a la pregunta de mi querido amigo Ludwig, me hubiera gustado estar en el concierto de Queen celebrado el 12 de julio de 1986 en el estadio de Wembley de Londres. Y vuesas mercedes... ¿conocen este concierto?, ¿lo han visto alguna vez?, ¿qué opinan?, y por supuesto... ¿en qué concierto os hubiera gustado estar?...echaos un trago para bajar las comilonas del 24 y 25 de diciembre.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Esto no es una felicitación

“Espero que paséis una Feliz Nochebuena y que la Navidad os traiga todos vuestros deseos”

Me suena muchísimo esta frase. Me suena tanto que la recuerdo del año pasado por estas mismas fechas. Pero no es una felicitación. No. En esta ocasión este texto no es una felicitación. En cierto modo me recuerda al cuadro de René Magritte “La Traición de las Imágenes (Esto no es una pipa)”. Quizás este texto sólo sea una excusa para hablar del genial pintor francés y su genial Surrealismo. Aunque pensándolo bien, tal día como hoy, 22 de diciembre, bien podría recordarse otro acontecimiento, 760 años después, la entrada de Fernando III en Sevilla tras ser conquistada el 23 de noviembre de 1248. A veces escribo sin pensar, como si estuviera dentro de un sueño y las imágenes se interpusieran unas a otras. Como si todo se atropellara y apareciera de frente sin avisar, en una amalgama sin sentido y llena de caos, pero todo diferenciado. Es como si se tratara de un desorden perfectamente ordenado. Y tal vez sea así, o sencillamente me dejo llevar por todas las ideas que pasan en mi mente. Sin filtro. Como si no hubiera depuración y se plasmara todo un mundo onírico en papel. Normalmente corrijo estos detalles. Pulo los textos leyéndolos una y otra vez hasta desprenderlos de ese carácter inmediato. Limpiarlos por completo de ese primer boceto sin devastar. Pero en esta ocasión no sigo unas reglas. Esto no es una felicitación, sencillamente es una reflexión en voz alta. Un conjunto de ideas y pensamientos compartidos con todos aquellos que se acercan por este humilde rincón en estas fechas.


Esta mañana me he despertado con la misma música de cada 22 de diciembre. Cantinela y compás marcado por niños regidos bajo un ritmo reglado y estudiado. Ensayado entre algodones de juventud e infancia uniformada. Son las voces de la inocencia dibujada, que algunos visten ya años de pubertad y la madurez y picardía asoma por sus ojos, y otros derrochan desparpajo incandescente de la niñez inmaculada. Números que saltan rápidamente en un baile de cifras rítmico. Grandes o pequeños, esos niños encarnan por unas horas la voz de la Esperanza. El trabajo para un hijo, la casa para una pareja, el tapón de una deuda, la rescisión de un cinturón demasiado apretado, el final de una letra, viajes de futuro, un capricho, el corte a un nudo excesivamente asfixiante, el ocaso del hambre. La Esperanza... la solución para muchos baches del camino. Y esos niños, por unas horas, son los portadores de su voz y su fortuna. Son las 12. Saltan los tres millones de euros. No es mi número. Sonrío. Esto no es el Gordo. No siempre el mejor premio llega en un billete impreso o con forma rectangular. No siempre la lotería tiene carácter monetario o material. No siempre te toca el Gordo un 22 de diciembre. Alegría aderezada con un baño de dinero en varias localidades. Esto no es el Gordo, y vuelvo a acordarme del cuadro de Magritte.


Llego al aeropuerto con tiempo suficiente para comprobar que el avión de mi amigo, el mismo que quiero como a un hermano, llega con retraso. No queda otra cosa que esperar. Una espera envuelta en imágenes que me recuerdan el comienzo de una película. Mientras el tiempo parece caminar con la parsimonia de un anciano que adolece de sus cansadas piernas, la puerta de llegada se abre una y otra vez. Y es entonces cuando me acordé de aquel diálogo: “Siempre que me siento pesimista por cómo está el mundo, pienso en la puerta de llegadas del aeropuerto de Heathrow. La opinión general da entender que vivimos en un mundo de odio y egoísmo, pero yo no lo entiendo así. A mí me parece que el amor está en todas partes. A menudo no es especialmente decoroso ni tiene interés periodístico, pero siempre está ahí. Padres e hijos. Madres e hijas. Maridos y esposas. Novios, novias. Viejos amigos. Cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, que yo sepa ninguna de las llamadas telefónicas de los que estaban a bordo fue de odio y venganza. Todos fueron mensajes de amor. Si lo buscáis, tengo la extraña sensación de que descubriréis que el amor en realidad... está en todas partes”. Ése era el secreto. Nada más. Poco más importaba. La gente salía y se encontraba con sus seres queridos. Las sonrisas se dibujaban en sus rostros y los ojos brillaban con la luz del amor. Abrazos de almas separadas por kilómetros pero unidas por el cordón del cariño. Labios que buscan otros con desesperación y agonía, como si su sabor hubiera quedado latente desde la última vez que se encontraron. Caricias siempre recordadas y miradas cómplices que el olvido no se atreve a desvanecer. El Amor está en todas partes... y ese es el secreto. No hay que olvidarlo cuando comience el año y las Navidades sean tan sólo un lastre que superar en una cuesta empinada. Por eso esto no es una felicitación.


Tal vez a este texto le ocurra lo mismo que al cuadro de Magritte. Quizás sólo se trate de una imagen-pensamiento, como la pipa del pintor francés. Realmente no es una pipa. Miradla bien. Sólo tenéis que fijaros en lo que veis, en lo que estáis contemplando. ¿Acaso no lo habéis visto ya?. No es una pipa. Es un lienzo, un cuadro, una imagen. No puede fumarse. A veces sólo nos quedamos con lo que queremos ver y otras, queremos llegar más allá, dando un trasfondo inexistente a la lógica. Ya lo dijo René: “¿La famosa pipa? No se cansaron de hacerme reproches. Pero ¿puede Ud. Llenarla? No, claro, se trata de una mera representación. Si hubiese puesto debajo de mi cuadro ‘Esto es una pipa’, habría dicho una mentira”. Así pues, el magnífico pintor no solo no miente, sino que además nos está diciendo lo que realmente quiere pintar. El engaño o la traición de las imágenes. Tal vez por este motivo, por el Amor, por esta teoría, por el cuadro de Magritte, por el Gordo, por el aeropuerto o, sencillamente, porque he escrito lo que pienso, sin pensar lo que escribo, esto no es una felicitación. Tan sólo se trata de un ramillete de ideas y reflexiones.


Un conjunto de palabras escritas en las que expreso mi deseo para con vuesas mercedes. No dejen de creer en el Amor cuando el año dé la vuelta en su dígito final. No dejen de ser felices porque siempre habrá una sonrisa que ilumine vuestro mundo. No dejen de creer en esos detalles que hacen posible que todo siga adelante. No dejen de pensar que cada día, al levantaros, puede ser el día que os toque el Gordo. No dejen de regalar abrazos, besos, caricias y sonrisas. No dejen de querer. No dejen de creer... en lo que sea.

Y por supuesto –voto a tal- no dejen en estas fechas de comer y beber, pues no es el humano sólo prodigo en palabrerías y chanzas filosóficas. Pásenlo bien y disfruten al máximo. Que vuestros sueños se cumplan pardiez, pues no es otra cosa lo que este humilde aguaó desea para vuesas mercedes.

Un fuerte abrazo a todos y Felices Fiestas de vuestro amigo Ramsés.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Detalles

Es tiempo de regalos y tiempo de deshacerse en virtudes caritativas para con nuestro prójimo. Supongo que nuestra conciencia intenta limpiarse en estas fechas. Supongo que se da cuenta del poco tiempo que le queda para hacer un balance positivo del año. Tal vez quedarse con el último sabor de una buena acción, aunque sea la única en estos doce meses que expiran, hace sentir mejor a las personas. Luego todo comienza de nuevo. Como el amanecer. Cada día el sol muere en las entrañas del océano tiñendo de un carmesí anaranjado el horizonte. Y cada mañana vuelve a resurgir tras un escenario de luces malvas. Luego todo comienza de nuevo, y es fácil agarrar la mano del olvido para volver a ignorar a nuestra conciencia. Pero hay regalos que no se olvidan. Hay regalos que carecen del volumen material pero no por ello dejan de pesar. Hay regalos grandes que no se ven. Hay regalos que no se pueden palpar, pero se pueden sentir.


Fotografía del increíble Chema Madoz


Son esos regalos los que dan sentido a las cosas. Agarrar la mano del que está a tu lado y sentir su tacto. Sentir cómo se cierra en la tuya. Un mensaje que hace brillar los ojos. Un beso entre calles estrechas y frías. Una caricia inesperada que da calor. Una llamada sencilla, pero capaz de cambiar el ánimo. Una sonrisa... una sonrisa genial e increíble que ilumina la penumbra más aciaga. Una mirada especial. Un abrazo tierno y fuerte a la vez. Quizás no se puedan poner. Tal vez no sirvan para perfumarse. Y es muy probable que no se puedan leer o jugar con ellos. Pero esos regalos son los detalles que hacen que todo siga adelante. Son esas pequeñas cosas que mueven el mundo en la dirección correcta. Esos detalles envueltos en un papel de regalo invisible, que se evaporarán en el mismo momento de ser entregados. Se derretirán. Desaparecerán a simple vista. Volarán con la leve brisa que sople en ese instante. Pero esos detalles son los que permanecen aunque se desvanezcan, pues el minúsculo cordón que los sostiene, no se esfumará. Quedará siempre, para recordarnos que hay regalos, que hay detalles, que nunca se olvidan...

martes, 16 de diciembre de 2008

Judit

La noticia la traspasó y le heló la sangre. No podía creérselo. Había vivido todo aquel tiempo en una espera eterna, sin compasión ni clemencia, siempre atada a la desidia y abandono de unas palabras que iluminaban el único camino que aún veía con algo de luz. El camino de la esperanza. Ahora sentía miedo. Quizás un miedo diferente al de una amenaza, pero muy parecido al que se siente cuando ya no sientes nada. Se desvanecía de un plumazo todo su esfuerzo y el desgaste sufrido. Se sentía sitiada por el destino y atrapada en una emboscada de sentimientos encontrados. La impotencia la tenía agarrada firmemente y no quería soltarla. Se despidió de sus amigos y llegó al coche en un corto camino sin sentido. Todo era diferente a como había soñado. Del amor al odio hay sólo un paso, y tal vez ella lo estaba comprobando, pues en lo más profundo de sus entrañas reverberaban manojos de emociones en erupción. Quería reaccionar ante aquel cerco de mentiras y falsas esperanzas. Ante aquel engaño.

“El ejército de Asiria con infantes, carros y jinetes los tuvieron cercados durante treinta y cuatro días, de modo que el agua se agotó en Betulia. Las cisternas quedaron vacías, y ni un solo día podían beber a satisfacción, ya que el agua estaba racionada. Los niños languidecían, las mujeres y los jóvenes desfallecían consumidos por la sed, y caían en las plazas de la ciudad y junto a las puertas. Estaban ya todos al límite de sus fuerzas” La Biblia, Antiguo Testamento, Jdt 10,19



Fotografía del gran Chema Madoz


No sabía exactamente qué sentía en su interior, pues una mezcla amarga de pena y dolor se dejaba perforar por la rabia y la impotencia. Se aferraba con fuerza al volante mientras las curvas de la carretera obligaban aminorar la velocidad. El impulso irrefrenable de su interior la hacía hundir sin piedad el pie en el acelerador. Sentir cómo su cuerpo se adaptaba al asiento con el empuje de la rapidez la calmaba, como si la celeridad le diera la solución. Su mirada se enturbió y poco a poco las imágenes se quebraron en un puzle de cristales rotos. Una punzada trepó desde su pecho hasta sus ojos. Varias convulsiones acudieron a su corazón sin previo aviso y su garganta se plegó sobre sí misma. No pudo más y rompió a llorar. No tenía ganas de nada más, sencillamente llorar y dejarse llevar por ese momento de angustia y rabia. No podía seguir conduciendo. Se apartó a un lado y aparcó su coche entre sollozos de impotencia. Fuera, la noche se convertía en un telón de fondo inundado de estrellas y luna. Aquella maldita luna que tanto le recordaba a él. Ahora más que nunca, se sentía sola. Una soledad tremendamente insultante. Los recuerdos, a veces, acuden sin ser llamados, y acuchillan el alma sin piedad. Aquellos momentos de cariño, de caricias encontradas, de miradas cómplices, de besos perdidos en noches iluminadas por el sol. No paraba de llorar y tampoco quería. Sintió que todo se derrumbaba a su alrededor y que se había quedado sin nada. La rendición sobrevoló su subconsciente, pero el olor putrefacto de la mentira hedía azotando el ambiente. Sintió que todo había sido una farsa. Sintió que había vivido en un engaño. Tenía la boca seca y pastosa y un sabor extraño. El sabor de la decepción y la desilusión. Y quizás de la rabia. El dolor y el odio se abrazaban en ese momento convirtiéndose en uno. Su mirada se endureció y las lágrimas cesaron de pronto. Sus músculos se tensaron y sintió que la ira se apoderaba de su ser. Tenía que hacer algo. Fue entonces cuando recordó la historia de Judit y el cuadro de Artemisia. Acudió a su cabeza de la misma forma que los recuerdos habían surgido del corazón.

“Sólo quedaron en la tienda Judit y Holofernes, que estaba tumbado en su lecho totalmente borracho. Judit había dicho a su criada que se quedara fuera de la alcoba y que esperara a que ella saliera como los demás días, pues saldría para hacer oración como había dicho a Bagoas. Salieron todos de la alcoba y no quedó en ella nadie, ni pequeño ni grande. [...] Avanzó hacia el poste que estaba a la cabecera de Holofernes, tomó su alfanje, se acercó a la cama, lo agarró por la cabellera y dijo:
-
Fortaléceme en este momento Señor, Dios de Israel
La Biblia, Antiguo Testamento, Jdt 13,15


Sus ojos vacuos, enrojecidos profundamente debido al llanto incontrolable, permanecían fijos. Sin dirección. En su cabeza aparecía la imagen que siguió a la narración bíblica. Se desarrollaba en el cuadro de Artemisia Gentileschi, que había incluido a su criada en la escena. El momento álgido se presentaba en una composición magnífica, donde la cabeza de Holofernes era la protagonista, creando un semicírculo de acción alrededor de ella y quedando brillantemente iluminada. Tenebrismo en estado puro. Con dos fuertes golpes, Judit hundió la espada en el cuello del ebrio general asirio, que se revuelve sin éxito mientras una maraña de brazos va y viene en un único movimiento de resistencia. La sangre salta por todas partes y emerge a borbotones del mutilado gaznate de Holofernes, que comienza a perder la mirada, mientras su brazo se destensa del cuello de la criada, cuyo semblante sigue firme y carente de piedad. La vida se desvanece en unos ojos perdidos y en un reguero carmesí que tiñe los almohadones blancos. Nada tiene que ver esta pintura con la plácida versión de Caravaggio, pintor al que Artemisia profesó una gran admiración. Gentileschi aborda el tema con una terrible crudeza, sin miedo alguno a plasmar los horrores de la decapitación e introduciendo novedades técnicas que sitúan el cuadro en una de las mejores representaciones barrocas.



Aunque la cabeza de Holofernes sea el foco central de la escena, Judit atrae la mirada del espectador. Es inevitable no pararse en ella. Sus fuertes brazos realizan la acción sin dudar un momento. El izquierdo agarra sin piedad alguna la cabeza del general asirio, mientras el derecho cercena con crueldad. Es inevitable no advertir la ira y rabia que encierra su rostro. Su ceño fruncido derrocha coraje, y una leve pincelada de repugnancia, casi imperceptible, asoma en su boca y sus ojos. Pero por encima de todos estos detalles, está su mirada. Esa mirada dura y carente de misericordia o clemencia. Esa mirada que no puede apartar de su víctima porque necesita ver cómo su ira y rabia contenida se desatan con fuerza.



Recordaba la historia de Judit y el cuadro de Gentileschi mientras en sus ojos no dejaba de sentir el calor del sofoco y la irritación del dolor. Sabía que detrás de aquel cuadro había una hipótesis. Sabía que Artemisia lo había pintado como deseo de venganza por la violación sufrida por su maestro, Agostino Tassi y la tortura del juicio posterior. Sabía que, tal vez... la había pintado a ella misma sin darse cuenta. Sorbió la nariz y se limpió el rastro que habían dejado sus lágrimas. Se sintió vacía. Más vacía que nunca. Y perdida en un mundo de engaños y mentiras, donde el sol jugaba a quemar a la luna. Alzó la vista y observó la claridad que desprendía la noche. Parecía como si nada hubiera ocurrido. Parecía como si nada hubiera pasado. Era como si el tiempo se hubiera replegado sobre sí mismo y nunca hubiera existido aquello que tanto anhelaba. Se acabó. Sencillamente se terminó. Se deshizo por el camino de la espera. Y ahora sentía pena y tristeza. Amargura y desilusión. Decepción y dolor. Rabia e ira. Demasiado para asimilar.


Gracias a mi amigo
Canónigo por la luna


Arrancó lentamente el coche y se incorporó a la circulación en medio de un torbellino de sentimientos, emociones y sensaciones. Perdida en la confusión y un sinsentido que no merecía. Perdida en la mirada de Judit. Se imaginó dueña de esos brazos y esa espada. Dueña de ese momento. De esa posibilidad. Justo antes de la decapitación... ¿sería capaz?. Tal vez esa noche en la que Judit mató a Holofernes no había luna. Si fue así... sería porque estaba dentro de la tienda.

Para mi amiga Patri...

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Recuerdos de Santa Catalina

“Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza”Paul Géraldy

Se había enterado por casualidad. Una frase suelta en el aire que llegó hasta sus oídos, mientras la bolsa amarilla recogía las escasas monedas que el día otorgaba. Todos tenemos un pasado, y Mariano también lo tenía. No tan diferente al de mucha gente. Tenía familia y un buen trabajo, pero la vida suele ponerte obstáculos que resultan impredecibles. Eran dos hombres bien ataviados los que comentaron algo al pasar por su lado. Chaqueta y corbata. Ropa de trabajo en campos de negocios, donde las batallas se libran con plumas o estilográficas, y las guerras se ganan con sonrisas y estrategias. Algo le sonaba a Mariano. La información llegó mutilada, casi tanto como su desayuno diario, pero pudo hilvanar los datos suficientes para la cita. Día 12 – Santa Catalina – Nueve de la noche. Siempre había sido un enamorado de aquella Iglesia. No tenía otra cosa que hacer y el tiempo le sobraba a raudales, hasta que la vieja Parca que corta el hilo se decidiera a guardar el suyo.

Gente de todo tipo y condición. Muchos le miraron cuando llegó envuelto en ese viejo abrigo verde raído y lleno de agujeros que había encontrado la semana anterior en la basura. La cara sucia y llena de churretes. Barba de un puñado de días olvidada y pelo enmarañado. Y encima de todo eso, una capa pesada de pobreza, oportunidades perdidas y abandono de la esperanza. Quizás esta última prenda, invisible para los demás, era la que más le pesaba a Mariano. Pero allí estaba. Había acudido a la cita de aquellos dos hombres de chaqueta y corbata. Pero él no se había colado en ninguna reunión de importantes empresas. Ni siquiera estaba estorbando para que los negocios llegaran a buen puerto. Estaba colaborando sin darse cuenta, porque lo que realmente quería y deseaba era estar cerca de ella. De Santa Catalina.


Se apartó un poco del gentío y se sentó apoyado en los muros. Alzó la vista y contempló las personas allí reunidas. Chaquetas, corbatas, botines, camisetas, rebecas, tocas, abrigos. Entonces dejó caer su cabeza hacia atrás y sintió cómo su nuca tocaba la pared. ¿Qué es lo que le queda a un hombre que ya no tiene nada?, sus recuerdos. Aquellos recuerdos era toda la riqueza que Mariano tenía. Y Santa Catalina estaba en la mayoría de ellos. Y lloró. Lloró desconsolada y amargamente. Sin compasión de sí mismo y acordándose de todos los momentos. Cada recuerdo era una pequeña joya envenenada. Era como un puñal de oro que se clavaba en su corazón. La primera vez que cruzó sus puertas acompañado de su padre, la llegada de Cuaresma y sus ansias por contemplar aquel Misterio imponente, las Lágrimas de Su Señora, la cara de su hijo, el mayor, cuando contempló su Capilla Sacramental. Y su mujer, diciéndole que sí ante el altar. Lo había perdido todo... menos sus recuerdos. La única riqueza que le quedaba. No quería que Santa Catalina también se perdiera...

“Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse; antes al contrario, la hacen más profunda”
Gustav Flaubert

La echaba de menos. Mucho más de lo que él mismo hubiera pensado. Rodeado entre todo aquel gentío aglomerado, se sintió sólo. Una soledad extraña y melancólica. Nostalgia de todo lo vivido y ahora desaparecido de su vida, aunque no olvidado. Los recuerdos permanecían y poblaban su mente, pero no ayudaban a combatir el vacío que ella había dejado en su vida. No se sentía con fuerzas para nada más, pero sabía que, si recuperaba Santa Catalina, una parte de su amor volvería con él. Y por eso estaba allí. Por Santa Catalina y sus recuerdos.


Hacía frío y la gente se frotaba las manos. Una señora mayor estaba junto a él con rebeca y toca negra. Tenía que rondar un buen puñado de años, pues su rostro estaba poblado por unas líneas profundas y marcadas, pero sus ojos desprendían vida. Más allá, la gente seguía llegando para apoyar la causa de una restauración. Entonces todo se archivó en un instante fugaz y latente. El abrir y cerrar de ojos de un segundo apiñado en el rincón de lo preciso. Su respiración se quebró y permaneció suspendida. La inmovilidad acudió a su cuerpo y un rictus de expectación congeló su rostro. Había sido tan sólo un momento. Un perfil familiar y un pellizco agudo en la boca del estómago. Pero entonces lo que creyó ver se convirtió en lo que quiso ver. No era quien esperaba. Su respiración volvió y con ella la relajación convertida en desazón y tristeza. Y la soledad. No hay nada más triste que sentirse solo rodeado de gente. Y él se sentía así.


Quizás sus recuerdos no poblaran su soledad después de todo. No veía nada ni escuchaba nada de su alrededor. Sólo sentía una indomable necesidad de sentarse en el interior de la Iglesia de Santa Catalina y contemplarla. Acariciarla con la mirada y perderse entre sus recuerdos de Historia y Arte. La necesitaba porque su amor se había quedado encerrado allí. No quería pasar toda su vida entre recuerdos de una Iglesia desaparecida, quería recuperarla. Y sabía que estaba haciendo todo lo posible... pues ahora, su soledad era mucho más profunda.

“La vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está en saber elegir lo que debe olvidarse”
Roger Martin du Gard

Quizás fuera por eso. Tal vez en su interior, en lo más profundo de sus entrañas, sabía que no podía olvidar. No podía ni quería olvidar, porque su viejo corazón no le dictaba otro menester. Y allí estaba frente a las puertas de su niñez, los muros de su juventud, el arco de su madurez y la cubierta ajada y arruinada de su anciana existencia. Hacía frío, pero el calor humano ayudaba a seguir junto a sus recuerdos. A su espalda se encontraba aquel edificio por el cual había salido tan de noche para ella. A sus noventa años, Angelita gustaba de cenar pronto en invierno, cuando el frío se hacía notar fuera y su brasero encendía el hogar con calor dulce. Un calor exornado con el vapor de la alhucema, mientras su sopa humeaba volutas de picatoste con sabor a hierbabuena. Sorbos pequeños que servían para romper el silencio de su soledad. Y cuando el postre se desmembraba en dulces gajos de naranja, la sintonía de Arrayán la acompañaba en sus noches calcadas en un trasluz de rutina.

Las nueve de la noche era tarde para ella, pero ese día era diferente. Se lo había dicho su vecina por la mañana y ella no lo dudó. Frotó sus desvencijadas piernas con todas las fuerzas de su carácter nonagenario y se armó de rebeca y toca negras, pues el luto sería ya eterno. Y allí estaba. A la hora citada. Rodeada de gente de todas las edades y condiciones. Hombres de negocios, chavales, personas mayores, incluso vio a un indigente mirar la Iglesia con nostalgia. Su pulso temblaba, más por el peso de los años que por el frío, que también hacía mella en sus desgastados huesos. Pero sabía por qué había acudido esa noche allí. Tenía unas grandísimas ganas de vivir, pero era consciente que sus noventa años la acercaban al atardecer de su vida, y quizás no viera restaurada su Iglesia, la misma que la acogió de niña en esos juegos perdidos en la memoria. Pero algo dentro de ella le decía que tenía que estar allí, para que sus hijos la disfrutaran, y sus nietos y todos los que vinieran detrás.


Se giró y contempló Santa Catalina. Estaba sucia, estropeada y enferma. Angelita había olvidado muchas cosas en su vida. Algunos momentos que quiso borrar de su cabeza un día, casi sin darse cuenta. Otros que desaparecieron con el paso de los años y que nadie se ocupó de recuperar. Quizás el secreto fuera ese... saber elegir lo que debe olvidarse. Ella no se había olvidado de Santa Catalina, y allí estaba para demostrarlo. Le habían dicho que su Iglesia estaba enferma, pero que la curarían, y que volvería a entrar. Cerró los ojos y se perdió en todos esos recuerdos que había apilado en su memoria. No era difícil acudir a Santa Catalina, pues su vida había pasado alrededor de aquellos muros que ahora se agrietaban como sus manos.


De vuelta a casa, paseó por el camino de la memoria y las imágenes cuarteadas de su amor incondicional a su Iglesia. Movió el brasero y avivó el cisco. Se apartó un poco de sopa caliente y puso a Juan con sus niños. No sabía si llegaría el día en que volvería a cruzar su puerta prestada, pero tenía la sensación de que no había sido en balde. Tenía la sensación de que todo aquello serviría para algo. Quizás ella no la viera, pero tal vez sus niños sí. Sonrió y se dejó calentar por la sopa y el olor de la alhucema.

“Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces”Marco Valerio Marcial

Afortunadamente iba con don Benito y no con ‘el Cabrillas’, pues su singular humor le hubiera servido en bandeja la posibilidad, casi irresistible, de soltarle un chorlito en sus gélidas orejas. Don Anselmo tenía congelados los pabellones auriculares, que diría don Benito, o los pestiños, que remacharía Paco el lechero, pero sabía que estaba allí porque tenía que estar. Habían entrado en el bar de Antoñito comentándolo. En Santa Catalina a las nueve de la noche el día doce de diciembre. No tenía nada que perder, salvo las orejas, que pronto se desprenderían como dos estalactitas que ceden bajo su propio peso.

Don Benito no paraba de citarle el rico patrimonio que atesoraba la Iglesia. Se había enterado de las intenciones de acudir a aquella concentración de su amigo, y no dudó en preguntarle, siempre bajo una pulcra introducción de corrección impoluta, si podía acompañarle. Don Anselmo no dudó un instante, y ambos se habían encajado hasta las puertas de la desafortunada Iglesia. Aquello parecía una bulla sin canis de punta en blanco, aunque el Jueves de la calle Feria no podía presumir de un ramillete más variado de personajes. Tras echar una rápida visual a su alrededor, don Anselmo consiguió reconstruir una repisa de los diferentes estratos que tiene su Sevilla. Incluso había personas mayores, como la que tenían delante, una señora tocada de negro con rebeca.


Se volvió hacia don Benito y le contó cómo había conocido a Santa Catalina:
- Tengo mushos recuerdoh de Santa Catalina amigo don Benito... pero recuerdo la primera vé que entré. ¡Qué maravilla!. Iba con mi padre y era domingo. Ojú don Benito... frío hasía esa mañana com’ahora. Tenía lah orejah que eran doh poshicle de los que vendían en loh ambigú de los ssine de verano de Triana. Mabía comprao mi padre un papé de calentitoh... ya por aqué entonse tenía yo que tomá Armá. Y me dijo, Ansermo hijo, vamo antrá en la Iglesia de Santa Catalina, verá qué bonita. Y llevaba rassón. Mira... cuando yo entré por ehta puerta y luego crussé la otra... y vi ese retablo tan bonito...
- De don Diego López Bueno mi querido don Anselmo. Sí señor que es una obra magnífica. A nadie deja indiferente – le interrumpió don Benito, que en seguida abrió los ojos como dos huevos tibios al comprender su desliz interrumpiendo a don Anselmo – discúlpame amigo que te he interrumpido.
- No pasa ná. Po lo que tiba dissiendo amigo... mira me subió una cosa por er pesho. Y no eran ardentíah en. Eran unah cohquiyitah dessas que te dissen, ¡coño!, ¡qué cosa má bonita!. Y luego me metió en Capilla Sacramentá... y eso sí que é una joya. ¡Que recuerdo má bonito! Y tó esto agarrao de la mano de mi padre. Estoy reviviéndolo otra vé. Como viví doh vesse.
- Te entiendo amigo don Anselmo. A mí la Capilla Sacramental me encantó la primera vez que la vi. Tiene una riqueza ornamental estupenda. Un tesoro histórico-artístico inconmensurable. Leonardo de Figueroa en estado puro.
- Y esoh Caballos... En Cuarehma entrá en la Iglesia y encontrártelos de esparda. Y esa Señora... ¿hay lágrimah má bonita?


La cosa se movía y la gente se dispersaba como si el último preste de un palio hubiera pasado ante sus ojos. Con el izquierdo por delante y en parejas nombradas, don Anselmo y don Benito se dirigieron al Rinconcillo, con la venia de Antoñito, para calentarse a base de coroneles y poner en fila a un puñado de soldaos.



Y vuesas mercedes... ¿estarán presentes el viernes 12 de diciembre a las nueve de la noche?, ¿qué recuerdos tienen de Santa Catalina? ...echaos un trago y calmar vuestra sed, pues aunque haga frío, el agua siempre es necesaria.

Imágenes de la Fototeca de la Universidad de Sevilla
Cartel gracias al amigo Híspalis

viernes, 5 de diciembre de 2008

El señor de la esquina

Me acosté con la espalda hecha trizas. El silencio me envolvía y la penumbra me arropaba. La negra boca de la oscuridad se cerraba ante mis ojos, completamente abiertos, pero agotados por el trajín de los días. El tiempo no se detenía. No se compraba. El maldito reloj de arena no dejaba ni un solo grano en la base superior, ni un solo resquicio por el que se pudiera arañar un minuto. Las fauces eran enormes y su apetito voraz. Es curioso el tiempo, pues se hace notar cuando la espera se convierte en la sinrazón de una vida y el ostracismo marca el tedio de un compás que languidece. Y es fugaz cuando el momento se goza y las tareas lo asaltan. De pronto me acordé de aquella imagen. En la negra noche y el gris silencio, contemplé ese momento congelado en la calle Laraña, anclado en mi memoria. Aquella imagen que había encontrado en la Fototeca de la Universidad de Sevilla.



Manchas fugaces de personas se dejaban entrever a lo largo de la calle. Un par de coches de caballos y los raíles de un tranvía, ya desaparecido, acompañaban a tres automóviles antiguos, que también se habían perdido a lo largo de los años. No estaba el actual kiosco de prensa ni los semáforos. Pero allí estaba la Iglesia de la Anunciación y la antigua Universidad, persistentes en el pasado y el presente. Testigos de los cambios y del paso del tiempo. Aquellas personas aparecían desvanecidas, en movimiento, como si el reloj corriera para ellas... pero una se mantenía inmóvil. Es como si el mundo girara sin descanso para todos menos para el señor de la esquina. Un hombre tocado con una gorrilla o mascota, ataviado con un traje de chaqueta y corbata, y un abrigo sobrepuesto para calmar el frío. Ese señor parece suspendido en el tiempo. Libre de las cadenas que tiran a los demás a un paso fugaz. Inmóvil y perdurable como la portada de la Iglesia de la Anunciación.



El silencio comenzaba a zumbar con fuerza en mis oídos y la oscuridad se hizo más tenue, cómo si un gris marengo se derramara por las paredes de mi habitación. A veces paso por Laraña y me quedo mirando aquella esquina. La ausencia del hombre inmóvil está allí... pero en otras ocasiones, esos días en los que el cielo se vuelve plomizo y una fina capa de agua cae sobre Sevilla, una sombra se refleja en el suelo y la silueta de un hombre aparece entre las luces brillantes del semáforo. Hay algunas cosas que el tiempo no se puede comer... o no quiere comerse.