domingo, 22 de marzo de 2009

Para ti...

(Domingo por la mañana. Abrió la carta y el corazón le dio un vuelco)



Queridísima mía:

Quería enseñarte tantas cosas, que ahora no sé por dónde empezar. Quería que contemplaras tantas maravillas, que se trastabillan los recuerdos con las sensaciones. Quería descubrirte los encantos más ocultos de nuestra ciudad y los secretos mejor guardados de los siete días más grandes que tiene Sevilla. Quería susurrarte al oído mientras la dulzura del azahar se despliega y el incienso invita al sabor de la miel y el vino. Tantas cosas quería enseñarte, queridísima mía, que me olvidé del tiempo. Tantas cosas quería contarte, que me olvidé de lo efímera y breve que a veces pueden llegar a ser las jornadas fragmentadas de la vida. Los momentos y ciclos que aparecen en nuestro camino. A veces se me olvida que cuando comienza a prender la mecha del pabilo, también empieza a rebajarse la candelería. Es el principio del fin. La arena del reloj cae de la misma forma que el incienso asciende al cielo. A bocanadas amplias. La Semana Santa es una parábola del tiempo.
Vanitas barroca de lo que es y lo que fue. Toma forma en un exorno floral, un bulto de lona en el rincón de una iglesia o un nazareno de escayola policromada tras un escaparate. Llega y se va rápidamente. Y ahora que nuestros corazones están separados, ahora que no podré cogerte de la mano cuando me emocione, quizás sea el momento de escribirlo. Ahora que te echo de menos y no podré besarte mientras el tiempo arde y se derrite en lágrimas de cera, te escribo esta carta. Te garabateo mis sentimientos y todos aquellos detalles que me hubiera gusta enseñarte, antes de que la Gloria tome forma.

Y es que, quería enseñarte tantas cosas, que no sé por dónde empezar. Me pasa igual que a la primavera, que a veces no sabe cuándo llegar a Sevilla. Dicen que llega el veintiuno de marzo, pero no siempre es así. La primavera llega cuando la tibieza del aire acaricia sus calles. Cuando cambia el perfume del frío y el incienso huele a clavo y canela. Cuando de los naranjos brotan lágrimas blancas. Cuando el sol se acuesta más tarde. Cuando el azahar se abre y Sevilla se viste de flor. Cuando la ceniza de las palmas y olivos de años anteriores se hace cruz en la frente del que aún conserva la Fe. Cuando se escucha el racheo nocturno de ensayos de ilusión. Cuando la luz, esa luz que tan importante es para ti, cambia en nuestra ciudad y todo es más luminoso. Todo brilla más. Todo es más bello. Y es que no sé por dónde empezar, como la primavera.


Impresionante imagen gracias al gran Canónigo Alberico

Llega un momento, cuando la noche del Viernes de Dolores cae, en que las horas son testigo sin ecuánime de lo que está escrito, de aquello que va a ocurrir. Pero no, no te confundas querida mía, que no es todo igual. No es lo mismo. Todo es diferente desde el momento que se acabó el año pasado. Queda todo y nada de lo vivido. Todo pasa y todo queda. Recuerdos y olvidos en una misma balanza. Un diario memorístico que volverá a comenzar desde su primera página en blanco. Debe ser así. Es necesario volver a empezar, como si no hubiéramos visto nunca lo que va a desplegarse ante nuestros ojos, que no es otra cosa que la Gloria misma. Como si lo supiéramos pero sin haberlo visto antes. Un indicio innato. Una insinuación a lo que está por llegar. Te hubiera enseñado cómo tiembla el pulso cuando todo está dispuesto. Cuando se presiente lo que está por llegar. Es un bombeo continúo del momento esperado. Un pellizco eterno en la boca del estómago que se desata en un mar de lágrimas cuando, ya muerto el Viernes de Dolores y recién estrenado el Sábado Pasión, te hubiera llevado a donde Todo empieza. Para ver cómo desciende a la Tierra el Señor de Sevilla y Sus Manos se preparan para recibir la devoción de la ciudad. Es cuando empieza la cuenta atrás, no para el principio, sino para el final. Y me emocionaría, porque no puedo evitarlo. Y tú me preguntarías por qué. Y Él te respondería con el susurro de los besos de Sevilla sobre Sus Manos, preparadas para recibir la devoción de la ciudad. Y Ella te respondería con Su Mirada. Saldríamos de la Basílica y ya sería Sábado Pasión. Y te enseñaría el juego de brillos de esa noche. El guiño de la luna de Parasceve. Cómo se despereza un capullo de azahar en la plaza y el incienso se sospecha bajo las sábanas de la ciudad. Escucharíamos el silencio. Todo se presiente ya. Huele a cera y la plata está limpia. Túnicas colgadas y capirotes enfundados de antifaz. Es una quietud nerviosa y una calma excitante, como la que vaticina la rampla del Salvador. La ciudad no está dormida. Está expectante. Está esperando. Al día siguiente se hará la Semana Santa de Sevilla.


Todo será más luminoso. Quería enseñarte que esa mañana, cuando amanece, el sol brilla como nunca y refleja el color de la vida. Todo es como un sueño tremendamente real. La ilusión se puede tocar. Se puede sentir y formar parte de ella. Sin saber por qué, quieres reír, y a la vez quieres llorar. Sientes alegría desbocada. Quieres respirar. Sales a la calle y el ambiente te abraza sin tocarte. Palmas y olivos se conjugan con el sabor de la miel y el vino. Quieres aspirar profundamente y llenar de aire tus pulmones. Incienso y azahar. Todo se desarrolla bajo una luz luminosa y brillante. El cielo se convierte en una bóveda iridiscente y la tibieza del día te acaricia suavemente. Y casi sin darte cuenta, aparece el primer nazareno y todo es ya realidad. Es Domingo de Ramos, y quería enseñarte qué se siente. Quería mostrarte que todo tiene una simbología, un significado. Que el río blanco inmaculado que viene del barrio del Porvenir es La Paz. La primera en la calle. Y no puede ser de otra forma… La Paz. Cuando el sol dictara sentencia calorífica sobre Sevilla, te enseñaría que Zaqueo es un niño subido a una palmera del Salvador, y que lo antecede un ejército de cantera cofrade. Sonreiríamos al ver cómo los chiquillos se suben el antifaz, cómo el pequeño cofrade lleva vara con insignia en su carrito, o cómo la mayor ilusión del mundo está en los ojos de aquel niño que extiende su mano, minúscula, y nos ofrece un caramelo. Si hay una palabra que defina este día, esa es ilusión. Junto al Alcázar veríamos acercarse a la Virgen de los Dolores y Misericordia con la Giralda al fondo, para explicarte que San Juan va en ese lado porque antes salía con María Magdalena. Mientras los romanos se juegan la túnica del Cristo de las Penas en San Pablo, yo te diría que la Estrella tiene en su rostro ese suspiro ahogado del llanto de Triana. Disfrutaríamos más tarde con la Sagrada Cena y te mostraría que una marcha se puede palpar cuando la toca Tejera. En Doña María Coronel, mientras esperamos el diálogo silente entre María Magdalena y el Cristo de la Buena Muerte, te recordaría aquella tarde tan hermosa que pasamos en el convento de Santa Inés, cuando el tiempo se detuvo y pudimos escuchar a las monjitas rezar. Antes de que el cansancio te pudiera, dentro de la lógica de la primera vez, agarrados de la mano, veríamos cómo el Pelícano de Francisco Antonio Gijón se abre el pecho para dar de comer a sus crías. Por Amor. Y terminaríamos en San Juan de la Palma, para ver llegar el Silencio Blanco y la Virgen de la Amargura. ¿Te acuerdas? Aquella que vimos una vez y te dije que de las tres miradas que me podían, la Suya era una de ellas. Durante la espera, y ya envueltos en la oscuridad de la plaza, te recordaría lo bien que lo pasamos ese día. Te mostraría el silencio de Sevilla cuando llega el Desprecio de Herodes. Y me emocionaría cuando sonara Amargura y Su Mirada nos esquivara, mientras San Juan le señala el final del Domingo de Ramos. Candelería consumada y rebajada. Ya se le ve la cara a María. Te contaría, mientras te abrazo y emprendemos el camino de vuelta, que cuando entra La Amargura, se acaba un poco de Semana Santa.


Por eso ahora, mientras escribo esta carta, imagino un desfilar de días con sus destellos más increíbles. Los momentos que escojo para disfrutar al máximo. Aquellos secretos que me gustaría haber compartido contigo. Y te imagino a ti, con tu sonrisa y tu mirada brillante. Te hubiera enseñado cómo se entrega al Hijo del Hombre en San Pedro, cuando ya la noche ha caído y los ciriales aparecen por Sales y Ferré. Te contaría la historia del Ego Sum y porqué dos claveles rojos exornan el llamador de la Presentación ante Caifás. Te susurraría al oído, mientras el silencio suena a palio de cajón, que la Virgen de las Tristezas se llama Isabel, que los Dolores de una Virgen son nuestras Penas, en el preciso instante en que Pantión se hiciera música y el azahar perfumara el incienso de San Vicente. Y entonces veríamos juntos cómo un cuadro se puede hacer escultura. En el momento en que suena una campana destemplada, te hablaría de Ortega Bru, de cómo la sangre se transforma en rosa roja. Y cuando San Andrés se convierta en Santo Sepulcro, te contaré que su cabecera se parece a la de la Iglesia de Auvers, y aunque no la pintó Vincent, la Hermandad que reside en su interior es la de Santa Marta. Estoy seguro que se formaría en tu cara una sonrisa, quizás estés sonriendo en este momento, de la misma forma que se abre una flor de azahar. Bellísima dulzura de la elegancia sevillana. Sería ya Martes Santo y podría enseñarte que es un día cargado de emociones. De amor, cuando viéramos las madres del Cerro acompañando el terciopelo carmesí. De sutileza, viendo la delicada talla del Señor de la Salud. De recuerdos, al contemplar el Cristo de la Buena Muerte de los Estudiantes abandonar la Universidad por la puerta de Geografía e Historia. De recogimiento, cuando el Señor de Las Almas de Los Javieres –sí, la Hermandad de tu amigo Antoñito y mi amigo Manuel- pasa de vuelta por la calle Feria. De dulzura, ante la Virgen de la Bofetá y su bello Nombre. De milagros, cuando nuestros corazones se hubieran encogido en la calle San Esteban viendo entrar a la Virgen de los Desamparados, y tú me hubieras dicho “eso no cabe ahí”, y yo, ya con lágrimas en los ojos, te diría que sí, que es uno de los milagros de nuestra Semana Santa. Y así sería, perilla a perilla, ahogado el grito de dolor y el silencio roto por la devoción de los costaleros. Y el Señor de la Ventana lloraría, porque un año más se ha hecho posible lo imposible. Sería un día de alegría y emociones, y veríamos la cara de mi hermana cuando en la Calzá vuelven a Presentar a Jesús una vez más antes de recibir, ya crucificado, la Sangre de Cristo. Por fin entenderías porqué lloro cuando viene la Virgen de la Encarnación y sus costaleros rezan el Ave María. Quería descubrirte tantas cosas. El azul celeste de los ojos del barrio de Nervión, la belleza del palio de la Virgen de la Palma y explicarte que no es la del Cristo de Burgos, que esa es Madre de Dios de la Palma, la misma que mira al cielo en San Pedro. Enseñarte el palio gótico de la Virgen del Buen Fin, y volverte a explicar que pertenece a la Hermandad de la Lanzada, que la de la Hermandad del Buen Fin es de la Palma, y volver a empezar. Y seguro que te reirías y me dirías que es un lío, y yo me quedaría pensando que tengo mucha suerte de perderme en la luz de tu mirada. Y al final terminaríamos viendo cómo se prende a Jesús en Orfila y mientras pasan los nazarenos con cirios blancos (que son cirios no velas), te contaría porqué la candelería de la Virgen de Regla forma dos cruces en aspa.


¡Ay queridísima mía! Quería enseñarte tantas cosas, que no me caben todas en esta epístola de sentimiento, que ya de por sí está siendo larga. Y es que ahora viene el Jueves Santo. Y me hubiera encantado ver contigo el Cristo de la Fundación de Los Negritos y su palio de aires bizantinos, y quizás me hubieras recordado que fallé el estilo de la Catedral de Venecia en el Trivial. Disfrutar con la gran mole elegante de la Exaltación y la historia de sus caballos. Señalarte los rosarios que sustituyen los borlones de la bambalina de la Virgen de Montesión y relatarte porqué tiene recogido el manto en su cintura de esa forma tan peculiar. Veríamos salir a Pasión y cómo de la escultura de Martínez Montañés resbala una lágrima de bronce, y te volvería a contar, cuando la Virgen de la Merced se acercara, lo que te conté aquella tarde que entramos en el Salvador y nos sentamos ante Ella. ¿Te acuerdas?. Pero aún quedaría El Valle. Veríamos el primer paso y te diría que se le conoce como ‘de los espejitos’. Luego vendría el Nazareno. Recuerdo cómo te impactó el día que fuimos a la Anunciación. Pero yo esperaría a la Virgen del Valle, y luego te diría en voz baja que escucharas lo que dicen sus ojos verdes y vieras su marcha, la que lleva su nombre, esa de la que tantas veces te he hablado. La de Gómez Zarzuela. Nos tendríamos que ir pronto, porque antes de que muera el Jueves Santo, la Madrugá se hace eterna en Sevilla.


Y entonces me ayudarías a ponerme la túnica, junto a mis padres. Me esperaría en el sofá, extendida, como siempre. La cola caería a mi espalda y entre mi madre y tú la cogeríais mientras mi padre me ciñe el cinturón de esparto. Luego me pondría la medalla, la misma que te enseñé la primera vez que viniste a mi casa, y antes de partir, por el camino más corto, a la Basílica, me despediría de mis padres y mi hermana. Ellos me desearían Feliz Estación de Penitencia, con una sonrisa de orgullo que se repite cada año. Entonces te miraría, como si no te hubiera visto nunca antes. Te abrazaría y te daría un beso. Y los ojos me brillarían, porque no tendría que pedir nada más. Porque lo tendría todo. Y todo estaría escrito. Figura de negro ruán perfilándose en la claridad de la luna de Parasceve. Bajo el antifaz una sonrisa iluminaría mi camino. Voy a ver al Señor de Sevilla y Su Bendita Madre. Voy a acompañarlos. Esa noche, la más eterna de la ciudad, sería mi padre el que te contara los secretos. Y créeme, no habrías podido encontrar mejor cicerón. Como hizo conmigo cuando era pequeño, lo hubiera hecho contigo, contándote cada detalle oculto. Y no es sólo lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Te habría descrito cómo luce el bello exorno floral de María Santísima de la Concepción, y habrías descubierto que es azahar, y que nadie sabe de dónde viene. Que todos los años es un secreto. Te diría que la centuria de la Macarena no es romana, es sevillana y de la marca del gran Ojeda. Que aquí son armaos y no romanos. Te hubiera contado cómo llovió un año y la sentencia, entonces de papel, se deshizo siendo sustituida por un periódico. Y también te hubiera narrado porqué la Esperanza Macarena tiene las esmeraldas verdes en su pecho, y porqué a Su espalda, en la bambalina, se puede leer Estrella de la Mañana. Hubieras recordado a tu Cristo, ese que tanto te gusta y que está en la Catedral, al contemplar la efigie del Calvario. Y seguramente, porque lo conozco, mi padre te habría contado la historia de Soleá Dame la Mano y la Esperanza de Triana, justo después de que Jesús de las Tres Caídas hubiera pasado con su izquierdo por delante y recordaras una noche de noviembre. ¿No te acuerdas? Cuando lo vimos sólo en aquel paso sobre lirios morados y yo te abrazaba por la espalda. Más tarde hubieras visto los labios moraos del Señor de la Salud y la belleza oculta, y a veces olvidada, de la Virgen de las Angustias. Pero no sería hasta las 5:30 de la madrugá cuando podría contemplarte. Sólo entonces, un río negro de tinieblas trazaría su curso por Gravina, y sería allí dónde te vería y tú me verías. Porque mi madre me reconoce por mis manos, pero tú, queridísima mía, lo harías por mi mirada, pues no habría antifaz que impidiera reconocer a aquella persona que te ama. Y me sonreirías y yo lo haría tras el ruán negro. Luego llegaría el Señor y mi padre no te diría nada. Sobran las palabras. Una saeta cruzaría la noche y el aire helado que sentirías en tu espalda te erizaría los vellos. Antesala de una música trenzada en palio de cajón. Tampoco mi padre hablaría cuando llegara María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso, porque sabe que yo ya te lo habría dicho todo. Porque sabe que yo te habría dicho ya que Su Mirada me puede, que Ella es especial. Cómo la primera vez que fuiste a la Basílica. ¿Recuerdas aquel día? Lo pasamos realmente bien, y lo terminamos allí. Nos sentamos en el primer banco y el silencio fue la mejor forma de hablar.



Quería enseñarte tantas cosas que está carta está siendo demasiado larga, y necesito un final. Solamente quería mostrarte que el Viernes Santo tiene una luz diferente. Una luz que hace que todo tenga un brillo distinto. Es como si el cielo tuviera un velo blanco, un filtro por el que no pasan los rayos en su totalidad. Como el día que fuimos a Itálica y nos sentamos en la colina para observar la ciudad desplegada a nuestros pies o la mañana que nos deleitamos con la vista que ofrecen las almenas de la Torre del Oro. Y quizás el amanecer de este día es el más tardío de todos. Me habrías preguntado qué monumento veríamos ese viernes, y yo te diría que uno de los más bellos. El Barroco en todas sus representaciones. Y a pesar de ser ese el estilo, te hubiera descrito cómo el Romanticismo de la Carretería se deshace en el barrio de los toneleros y la bella cruz de carey que tiene un Nazareno de la calle Castilla. Te habría recordado, al ver la Soledad de San Buenaventura, lo bonito que fue aquel día que entramos en su templo. Las tres cruces de Montserrat y la Verónica penitente, justo antes de que el sol se oculte por Triana. Cuando la cava retrocede en el tiempo y un filtro blanco y negro se extiende por sus arrabales y un Cachorro gitano se atreve a morir a la vuelta. Para entonces ya habríamos visto a Jesús en su tercera caída y aquél Cirineo que tanto te gustó. Sí te acuerdas… fue el día que fuimos a San Isidoro a ver la exposición de Roelas y estaba tras una vitrina de cristal. Ése es. Pero la noche sería de luto y te enseñaría la verdad del silencio de Sevilla. La verdad de un muñidor que tañe el presente con hilos del pasado, en el compás del Convento de la Paz, dónde el tiempo se detiene y te contaría porqué al Señor lo anteceden dieciocho ciriales. Todo se habría consumado y estaría escrito el final. Quedaría el epílogo. Tambor destemplado para los Servitas, que escucharíamos en la Plaza de Santa Isabel, donde mora un crucificado de Mesa que un día veríamos. La centuria romana (ahora no son armaos) del Santo Entierro, que a mi padre siempre ha gustado más. El paseo de la Muerte por la ciudad, derrotada, ante la presencia Divina del día siguiente. Y para poner el broche final, aquella virgencita pequeñita que te enseñé una tarde de invierno tras una reja de forja. La Soledad de San Lorenzo. Y sería curioso, porque te diría, mientras esperamos a que la luz de la plaza se apague y los cirios consuman los últimos suspiros de la Semana Santa, que allí, en San Lorenzo, Todo Empieza y Todo Acaba. Se cerrarían las puertas de la Pasión tras una lluvia de cera y al acercarnos a la puerta, entre un mar de gente que nos lleva, te contaría por qué tenemos que tocarla. El porqué de una Tristeza Necesaria. Al volver a casa, te susurraría al oído que no todo se ha acabado, que en la Trinidad, allí donde una vez intentamos ver las Sagradas Cárceles, queda lo más importante. Queda la Esperanza.


Quería enseñarte tantas cosas que esta epístola se ha convertido en un evangelio, en algo excesivo, pero hay cosas que sólo se pueden decir por carta. Seguramente estés sonriendo, porque siempre me has dicho que cuando hablo de la Semana Santa no tengo límite. Soy un jartible. Lo sé. Sigo siendo un soldado anacrónico versado en las vicisitudes de la vida. Tempus fugit para los Siete Días de la Pasión. Quizás leas esta misiva tumbada en la arena fina de una playa de Huelva. O puede que el sol te esté acariciando en el patio de tu casa. No pretendo nada. Caligrafía precisa y torpe, a la vez, de aquellas emociones que he sentido sin ni siquiera llegar a vivir el momento narrado. ¿Qué hacemos? In Ictu Oculi, que diría Valdés Leal. Todo fue en un abrir y cerrar de ojos, como esta Semana que se aproxima. Solamente quería escribir aquello que pudo haber sido o que, sin darnos cuenta, fue. La ilusión es un destello efímero de los deseos de una persona. A veces se cumple, y otras, tan sólo queda impreso en el boceto del alma. Lo cierto es que yo siempre fui un iluso. Una vez leí que sólo recordamos lo que nunca sucedió. Tal vez por eso recuerdo esta carta tan bien. Por eso cada instante lo he vivido y sentido estando a tu lado. Abrazándote, besándote y acariciándote. Me has dado esa oportunidad. Una vez escuché decir que el placer está tan cerca del dolor, que a veces se llora de alegría. Dentro de poco comenzará la Gloria, y sencillamente, me hubiera gustado enseñarte cómo Sevilla se viste de primavera y se perfuma con azahar e incienso. Como dijo don Antonio Núñez de Herrera “Sí, es verdad que hay este mundo. Pero ¿Quién lo hizo? ¿qué Dios provisional para estos siete días? Hay este mundo que dura una semana. Y otro, que rueda su discurso durante todo el año. Este mundo de la Semana Santa reluce en fiesta nueva para unos nuevos ojos”.



Así es esto. Así es la Pasión según Sevilla. Todo es más hermoso. Todo es más bello porque hay un final. Porque son siete días. Porque quedará un clavel negro, chamuscado, que habrá apagado los cirios rebajados de la candelería más hermosa que ilumina la ciudad. Sólo quería que lo supieras. No podré estar a tu lado para contarte todas estas cosas, pero si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.

Tu soldado de retaguardia.



(Cerró la carta con lágrimas en los ojos y salió a pasear por aquel Domingo de Resurrección)

jueves, 12 de marzo de 2009

El Club de la Lucha



- Bienvenidos al Club de la Lucha.
La primera regla del Club es, no hablar del Club de la lucha.
La segunda regla del Club es, que ningún socio debe hablar sobre el Club de la Lucha.
En cuanto a la tercera es, si alguien grita “basta”, flaquea o desfallece, el combate se acaba.
La cuarta, que sólo habrá dos luchadores.
La quinta, sólo habrá una pelea cada vez.
La sexta, se peleará sin camisa ni zapatos.
Séptima regla, las peleas durarán el tiempo que sea necesario.
Y la octava y última regla, si esta es vuestra primera noche en El Club de la Lucha... tenéis que pelear
- Tyler Durden



Quizás no me esté permitido hablar sobre El Club de la Lucha, pues me estaría saltando las dos primeras reglas, pero me encontré con él de casualidad. Fue una tarde de sábado, tal vez la lluvia que arreciaba con fuerza en el exterior tuvo que ver, y casi sin proponérmelo encontré el título entre las películas que grababa sistemáticamente y guardaba. Después de dudarlo y reflexionar sobre el título y las posibilidades que podría ofrecerme, me decidí a verla y perderme entre la historia que David Fincher proponía. El resultado no pude ser mejor.


Era una teoría interesante, sin lugar a dudas. Cuando empiezas a ver El Club de la Lucha se rompen todos los esquemas que creías tener sobre esa película. El título te cambia la percepción de la realidad que estás visionando y consigues introducirte de lleno en una historia que no te dejará indiferente, para bien o para mal. Desarrollo de ideas perfectamente organizadas que, si confluyen a la vez, parece como si el caos se extendiera por la pantalla, pero todo establecido de forma magistral. Un desorden ordenado. El resto se convierte en un desarrollo de acontecimientos que atrapa al espectador y lo absorbe en una mezcla de inusual interés y rasgada curiosidad. No puedes dejar de verla hasta que llega el final.

- Lo sé porque lo sabe Tyler – Jack


La sinopsis que nos facilita FilmAffinity es la siguiente: “Jack es un personaje insomne y desesperado por escapar de su fatal y aburrida vida. En un viaje en avión conoce a Tyler Durden, un carismático vendedor de jabón con una filosofía muy particular; Tyler cree que el perfeccionismo es para los débiles y que es la destrucción de uno mismo lo que realmente hace que la vida merezca la pena. Jack y Tyler forman un club de lucha secreto que se convierte en un éxito arrollador”. La película tuvo sus seguidores y detractores, recibiendo fuertes críticas en su día que la situaban desde sutilmente provocadora, hasta peligrosa apología del terrorismo. En la misma web nos ofrecen varias opiniones, como la de Carlos Boyero en el Diario El Mundo, que la califica de "pretenciosa gilipollez (...) Todo resulta un disparate con pretensiones de gran espectáculo", o Jordi Batlle Caminal en La Vanguardia "su contundencia y radicalidad levantó ampollas", y la contundente visión de Fernando Morales en El País, "de todos es sabida la predilección de Fincher por la violencia. Pero en esta ocasión se ha pasado. El filme es un puro despropósito, un canto fascista al salvajismo". Evidentemente, la película tiene una dosis de violencia que concuerda con el título que posee, pero no por ello resulta una cinta extremadamente violenta, como otras películas que presumen de títulos afables, guiones alabados e historias, presumiblemente, bonitas.



- Lo que posees, acabará poseyéndote – Tyler Durden

Título original: Fight Club
Año: 1999
Director: David Fincher
Productor: Arnon Milchan
Guión: Jim Uhls
Fotografía: Jeff Cronenweth
Música: The Dust Brothers (Michael Simpson y John King)


Reparto:
Edward Norton Jack/Narrador
Brad Pitt Tyler Durden
Helena Bonham Carter Marla Singer
Meat Loaf Robert Paulson, ‘Bob’
Jared Leto Angelface
Rachel Singer Chloe
Joon B. Kim Raymond K. Hessel


Las críticas de cine son opiniones, y la mía queda reflejada aquí. No soy crítico de cine, ni pretendo serlo, pero me gustan las películas que te hacen pensar, aquellas historias que aportan reflexiones que, tal vez, nunca te habías planteado. La película está basada en la primera novela de Chuck Palahniuk, un mecánico de Portland, Oregón, que escribió su obra a mano en solo tres meses, con un interés inusitado y una inspiración sin descanso, como demuestra que a veces, hasta la escribía en un sujetapapeles debajo de un camión. La cinta concluye con una magnífica canción de The Pixies, titulada “Where is my mind?”, del CD Surfer Rosa (1988), la cual os dejo en un video, con la letra subtitulada. Los acordes empiezan a sonar cuando la película comienza a terminar.

- Confía en mí, todo saldrá bien – Jack



- Me has conocido en un momento extraño de mi vida - Jack

lunes, 2 de marzo de 2009

Mañana de vísperas

A veces, cuando las heridas de la vida rasgan con fuerza el alma y las cuchilladas de las Parcas hacen sangrar las entrañas, me gusta perderme por las calles de mi Sevilla. Pasear sin rumbo fijo y dejarme llevar por la inercia de sus adoquines vencidos y la luz de sus rincones. Me gusta hacerlo un domingo, tal vez porque es cuando más cerca se puede sentir y cuando mejor te puede abrazar. Cuando la intimidad de la ciudad se convierte en un abrazo cariñoso que palpa con mimo aquellas pústulas abiertas del corazón. Sólo entonces puedes escuchar de verdad lo que dice. Y cómo lo dice. Es entonces cuando tus pasos resuenan en paredes de soledad y el eco de tu presencia se convierte en el único compañero de viaje. Y está fresca la herida y el dolor es más fuerte que todo lo físico que te pueda apabullar, pues no hay mayor dolor que el que se siente por dentro y no por fuera. Y fue sin querer y sin pretenderlo, que mis pasos caminaban y mi cuerpo se dejaba llevar, cuando me crucé con un tiempo de vísperas. El incienso bullía y Sevilla se convertía en pabilo dubitativo que prende ante la presencia de un calendario de cuarenta días. Esa cuarentena sevillana que convierte la razón en un febril estado de coma impulsivo. Un aletargo inconsciente que te eleva a la espera más dulce que se pueda imaginar. Puede que buscara a Sevilla para calmar mi alma destrozada y la memoria me jugara una mala pasada. Puede que la razón se paralice ante la pasión y el impulso del corazón abotague la mente. La locura es un estado creado por la sinrazón, aunque tal vez no esté loco, sencillamente agotado. Puede que me guste divagar ante la presencia inmediata de un halo de volutas de incienso y el sonido destemplado de un tambor de Tejera. Buscaba a Sevilla para que me consolara y me encontré con las imágenes que mi memoria me quiso dar. Cuando no se ve, tan sólo quedan los recuerdos para mirar.


En la Gavidia fue donde me di cuenta. Varias lecciones para el primer domingo de Cuaresma. El programa de Los Cuarenta Días se despereza antes de que la ciudad desayune. Cruza una parihuela hacia Baños. Amarillo Albero para colorear una estampa de cielo encapotado. Cemento en la espalda para simular la carga sacra que llevaran cuando la Semana más Sagrada de Sevilla se haga realidad. San Cristóbal fue el primer costalero, que llevó el peso del Mundo sobre sus hombros cuando la corriente del río más fuerte arreciaba. Primera lección. No pesa más aquello que aparenta mayor envergadura, sino lo que posee más importancia. Cuando una herida sangra hay que dejarla que se limpie un tiempo. ¡Maldito sea el reloj de arena, que infla sus granos cuando el sufrimiento azota y los divide cuando el gozo acude!. Filosofía de la vida, que no siempre el tiempo corre. Y de alusiones efímeras y brevedad acabé en San Jorge, para contemplar La Piedad del Baratillo ante el Entierro de Cristo y entre los dos pilares de las vanitas barrocas: In Ictu Oculi y Finis Gloriae Mundi. Cuaresma en estado puro. Corren los días de vigilia de la Pasión y cuando nos demos cuenta sonará una corneta en El Porvenir. Es una mañana de recuerdos y de memoria. Escucho la voz de Antonio García Barbeito y cómo nos dice que nos quedemos aquí, con las vísperas. “Que hay más grande que una espera, cuando se sabe que esa espera desembocará en la dicha plena… nada”. Segunda lección. No toda espera es castigo. Si el tiempo que se aguarda premia al final con el rompimiento de Gloria de un capullo florecido a la luz tibia de la primavera, merece la pena. Cuando el azahar es perfume y el incienso estoque de los sentidos. ¡Ay la espera!. No falta más aire en los pulmones del que espera, que justo antes de la ansiada llegada. Del deseado encuentro. Del efímero roce de la Pasión.



No hay cielo de primavera y el sol no encuentra el resquicio entre las nubes. No hay oscuridad pero tampoco hay luz. No hay día ni hay noche. Hay penumbra grisácea. Un telón uniforme que cae pesadamente impidiendo ver con claridad el escenario del presente. El lugar exacto de los actores de esta tragicomedia que representa nuestra vida. No hay más miedo que el que se siente cuando ya no puedes ver nada con los ojos abiertos. Cuando lo desconocido te atrapa y no sabes dónde estás. Cuando te pierdes. Tercera lección. No siempre el pasado está a nuestra espalda, pues a veces nos alcanza para recordarnos que fue real. Me di cuenta al contemplar al Señor de la Salud de La Carretería en la Parroquia del Sagrario. A Su Espalda, ya ha sido Descendido de la Cruz, pero sigue Crucificado. Anacronismos de vísperas, de Semana Santa y de Sevilla, que no hay ciudad más acostumbrada a soldados barrocos en caballos de metal que la dueña de la Giralda. Calles de recuerdos y memoria certera que nos ayuda a crear imágenes perdidas. Cuando no se tienen ventanas por las que asomarse, es la memoria la única que te puede ayudar a ver. Y fue así cómo llegué al Salvador. Cuando entras en un lugar después de mucho tiempo, recuerdas la última vez que estuviste en él. Recuerdas quién te acompañaba. Y como si fuera un diario abierto por las páginas de lo acontecido, relees tu propia vida escrita con palabras sacadas de los sentimientos más profundos. El Cristo del Amor descansaba en el suelo. Altura mortal para el más Inmortal. En ocasiones te encuentras con el Amor de forma casual. Entre la piedra robusta e inmóvil de tu rutina y las rosas rojas de la pasión de una ilusión siempre latente. Cuarta lección. Se puede morir por Amor, y quien lo dude que vaya al Salvador. Porque amores que matan, nunca mueren... por eso el Hijo de Dios ya sabe lo que ocurrirá cuando entre en la Jerusalén de Sevilla, como cada año, y Su Madre del Socorro llorará por Él. Y cada año es así. Y ahora son vísperas y lo sabemos. Y Él lo sabe. Entrará en la Plaza por la tarde y morirá con el frío de la madrugada. Por Amor.



Como la espuma de las olas que flota a la merced de la marea, me dejé llevar por la apatía de mis pasos. Escrito en una pared, una frase invitaba ser leída por todo aquél que la viera: “Porque por mucha gente que te falle, yo siempre estaré aquí”. Sin firma y sin nombre. Una leyenda como pie de foto a la realidad de una persona. Una frase que arranca una sonrisa y muestra un sentimiento expuesto en una vitrina invisible. A veces ordenamos nuestras emociones y las convertimos en palabras. Garabateamos aquellos sentimientos que nos traspasan la piel en forma de letras. Y sin embargo, en algunas ocasiones, la vida se nos va con lo que escribimos. Y pensando en las palabras que decoraban el eco de mis pasos, entré en la Anunciación. Las figuras anacrónicas de Joaquín Bilbao me dieron la bienvenida, mofándose de una figura invisible. Incienso y humo. No siempre son las mismas cosas, aunque puedan parecerlo. A veces hay características similares que describen dos detalles parecidos, casi iguales, pero diferentes al fin y al cabo. Incienso y humo. Bosque de cirios para elevar la figura del Nazareno que alarga su diestra. Quinta lección. Siempre hay una mano que estará ahí. Era como si las palabras que había leído en la calle se materializaran en una imagen. Era como si Aquella Mano estuviera escrita en la solitaria pared que me acompañaba esa mañana. Y detrás, a la espalda del Nazareno del Valle, se podía contemplar parte del cuadro de don Juan de Roelas. El gran pintor que transformó la vida de los sevillanos de su época. La gran figura que se convirtió en genialidad cuando el tiempo supo darle el sitio tan especial que merecía. Salí de la antigua Casa de Jesuitas y caminé hacia San Lorenzo. Ya sabía dónde quería ir. Fuera, el sol había burlado el muro infranqueable de nubes y dio un guiño de luz ante mis ojos. Apenas un atisbo titilante que quedó en una nueva pincelada gris extendida en todo el firmamento. Nunca la Esperanza se había materializado de forma tan sutil.



Ya lo he dicho… a veces, cuando las heridas de la vida rasgan con fuerza el alma y las cuchilladas de las Parcas hacen sangrar las entrañas, me gusta perderme por las calles de mi Sevilla. Y por la Plaza de San Lorenzo. Allí encontré el consuelo. Sexta lección. Las Manos del Señor de Sevilla mueven el Mundo, pero las de Su Madre, las de María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso, Acunan a Sus hijos. Y fue allí donde encontré consuelo, entre las manos de la Madre de Dios, entre su abrazo eterno. ¿Qué hay en tu Mirada, Madre del Traspaso, que hace que tiemble?. Besamanos de Ella. No cabe duda. Ahora estoy seguro. Estamos en vísperas y en la espera más dulce. La espera más corta e intensa. La de cuarenta días efímeros que expirarán de la misma forma que un pabilo encendido desaparece ante la brisa del amanecer. Son vísperas… y si hay algo que no nos va a gustar, es que son demasiado cortas.



Con sabor a incienso y olor a miel, busqué el primer ramillete de pura fragancia y la primera mota de blanco azahar. Aún nada. Pasé por San Lorenzo y me encontré con la Soledad. Las lágrimas marianas más antiguas de un paso. En silencio volví sobre mis pasos. De vuelta a casa. En silencio y enfundado en un antifaz invisible, volví a escuchar mis pasos en la soledad de Santa Clara. Silencio y Soledad. Casi parece un binomio indisoluble que se hará realidad un Sábado Santo, cuando expire este bello sueño y el final sea un roce sobre la puerta del regreso al año siguiente. Silencio y soledad. Un cuadro de Hopper viviente que se convertía en espejismo de una dura realidad. Entonces volví con mis recuerdos. Con aquellas imágenes rescatadas de mi cabeza que no quería olvidar. Y tal vez no podía. Quizás no puedo, porque lo único que no recuerdo, es cómo olvidar. Todo estaba mojado… y aún no había llovido. Mientras las vísperas se encienden en los cirios de la Pasión, como dijo don Rafael, 'la memoria escoge el camino más corto para herirme'.