martes, 9 de junio de 2009

¿Sabéis qué significa este cuadro?


"Saturno devorando a sus hijos"

Francisco de Goya y Lucientes
1820-1823


...pues eso.

sábado, 6 de junio de 2009

Seis de junio, dos genios

“No sabemos lo que hacían los padres de Velázquez. De ser hidalgos, ‘con lustre’, no harían nada, sino vivir de las rentas o propiedades que pudieran tener. Si eran conversos o cristianos nuevos, es probable que se dedicaran a alguna actividad. Su hijo primogénito, Diego, nació el 1599; fue bautizado en la parroquia de San Pedro el 6 de junio, siendo padrino Pablo de Ojeda” - Julián Gállego

Cuatrocientos diez años que nació don Diego. Felicidades querido pintor. Gran genio.
1599-2009

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Du Guesclin nació un 6 de junio. No Bertrand, el general francés, sino Sergio, nuestro general, sevillano, para más señas, que alumbra el camino del conocimiento de esta tierra mariana. Batallador y luchador nato, investigador pasional y arquitecto profesional, historiador vocacional y nazareno de la más bella de Las Angustias.

Felicidades don Sergio, general que nos enseña la Historia de esta bendita ciudad. ¿No sabéis quién es?, quizás ahora sea un buen momento para conocerlo, allí donde sus Sevillanadas son el azote de la ignorancia y la desidia contra el Patrimonio.

martes, 2 de junio de 2009

A day in the life


Cuando la rutina desaparece convertida en trizas por una bofetada que te despierta, que te sumerge en altas dosis de realidad, el aire se vuelve denso y espeso. Casi inexistente. La atmosfera se contrae en un velo grueso que se ciñe a tu rostro sin dejarte respirar, apretando cada vez más, pero sin llegar a ahogarte completamente. Al principio deseas zafarte de esa barrera que te impide respirar, o al menos, que te retrasa la toma de oxígeno necesaria para mantenerse con vida. Te sientes como si practicaras submarinismo, pero sin tubo ni gafas. Una experiencia pueril, recuerdo de nuestra infancia, cargada de un riesgo inexistente. Tu cuerpo ya está mojado. La superficie te besa en el cuello. Sólo la cabeza se resiste, preparada en el exacto momento para retener el aire. El tiempo, aún en el exterior, no se ha sumergido. Aprietas la nariz fuertemente con el pulgar y el nudillo del dedo índice, abres la boca ampliamente y aspiras con fuerza, llenando tus pulmones con una extensa bocanada de aire fresco. Luego llenas tus carrillos sin soltarlo. Estás preparado para la inmersión. Y entonces desciendes hasta las sombras del corazón marino, donde la realidad es más densa, más lenta, más borrosa de contemplar, menos ruidosa, pero no por ello más tranquila. Todo se vuelve extremadamente espeso y pesado. El tiempo pasa más despacio, pero no se puede bucear eternamente con un pulgar y un dedo índice en la nariz. Tocas la arena con la punta de tus dedos, suave alfombra granulada que se deshace en delgados hilos de placentera caricia. La presión aumenta, pero no puedes subir a la superficie porque tienes que mantenerte cerca del suelo. La realidad, en ocasiones, está tan cerca de la tierra, que alejarse de ella sería evadirse de nuestra propia existencia. No sabes cuánto tiempo ha transcurrido, pero empiezas a pensar en el aire. El esfuerzo crece y no paras de bracear con dificultad para mantenerte sumergido, mientras tus pulmones adolecen de un oxígeno que no llega y comienza a desaparecer. Vuelves a tocar la arena y su roce te tranquiliza, pero la calma es finita. Tus ojos observan pasar la vida con parsimonia, pues todo parece fluir lentamente bajo el agua. No hay tiempo real, sólo insinuado, pero necesitas aire. Necesitas volver a la superficie. Evadirte de la realidad profunda. Ya no existe la rutina de un oxígeno al alcance de una respiración pausada y rítmica, solo bocanadas de aire fresco de vez en cuando. Subidas a la superficie para aislarte de esa sima subterránea, donde la penumbra reina en contra de la luz y siembra de desconcierto tu vida diaria. Es la nueva rutina. No puedes más. Los ojos te escuecen y no puedes llorar. No sabes reír y te cuesta trabajo mantenerte sin impulso. La presión en tu pecho crece y la vista se torna en manto oscuro salpicado de puntos brillantes. Exhalas un par de volutas de aire que se transforman en dos enormes burbujas. Aire que se libera convertido en dióxido de carbono. No puedes tragar. Sientes una punzada en la nuca que te atraviesa con un dolor indescriptible y la garganta se pliega sobre sí misma. Todo da vueltas y la angustia aumenta considerablemente. La ansiedad se apodera de tu conciencia, la poca que resiste, y te giras para mirar hacia arriba. Hacia la luz. La superficie. Necesitas subir para respirar y aislarte de esa realidad que tocas con tus manos y se desvanece en el agua, porque abajo no hay aire. Tu sien te martillea, la cabeza te da vueltas, y las piernas comienzan a fallar. Cuando crees que no vas a llegar, el sol baña tu rostro y el agua se escurre por tus mejillas. Has salido al exterior. Fuera de la realidad densa y espesa. ¿Estás soñando?, tal vez sólo se trate de una pesadilla, pero ahora da igual, sólo quieres respirar. Tomar aire. Llenar tus pulmones. Quieres sonreír, y reír, y respirar, y hablar, y chillar, y respirar de nuevo. Pronto habrá que sumergirse otra vez, porque ahora la rutina está en esa penumbra compacta y apelmazada, no lo puedes olvidar, así que es bueno respirar. Así era como se sentía él. Cogió aire y su vista se aclaró antes de volver a lo difuso. Incluso podía escuchar un sonido. Un piano… un toque orquestal. ¿Qué demonios….?, es música.


Entonces apareció en la superficie, y el sol calentaba su cuerpo. Y la arena era sólida y no flotaba en el agua. Sacudió su cabeza se incorporó y observó la costa dorada que se extendía ante su mirada. Excesivamente pequeña. No era una isla, más bien simulaba una roca flotante, a la deriva, como un iceberg sin hielo. Apenas cincuenta o sesenta metros cuadrados en círculo. Arena o piedra, le permitía descansar de su sempiterna inmersión subacuática, mientras aquel respiro de aire fresco le perdurara, o el sueño estallara en veinte mil punzadas de dolor submarino. Pero la música no dejaba de sonar. Un piano y una voz. Aquello no era la realidad, y él lo sabía. La superficie ya no era la rutina, sino algo especial y fuera de lo común. La anormalidad de una locura transitoria que sentaba realmente bien. Algo razonable dentro de una irracionalidad surrealista. Comenzó a rodear la pequeña lengua de arena, y los pasos se iban alargando, y la arena iba creciendo y la tierra se iba ampliando. Había más terreno conforme avanzaba. De un impulso casi innato, sus piernas, entumecidas hace unos segundos por el esfuerzo del buceo diario, empezaron a trotar, y pronto se vio corriendo. Corría con todas sus fuerzas. Abrió los brazos y sintió cómo una brisa tibia secaba su cuerpo empapado de realidad y el sol bañaba su rostro. Sintió ganas de gritar y gritó. Sintió ganas de chillar y chilló. No paró de correr. Cada vez más deprisa. La arena no se acababa y seguía extendiéndose sin descanso. Cuando una punzada cruzó su costado derecho y el corazón palpitaba con fuerza en su pecho, se dejó caer, totalmente agotado, pero sonriendo. Ahora era consciente de que aquel descanso, aquella toma de aire, era diferente de las demás, pues se extendía su periplo en la superficie. Miró al cielo. Un azul diferente. Azul intenso y casi mareante, en una perfección inmaculada, concebida con una tonalidad fija e infinita. No veía nada más, pero sí escuchaba. Música de nuevo. Se incorporó y ya no había arena a su alrededor. Tres mesas unidas preparadas para un festín nocturno. El sol ya dormía en el horizonte y todos le esperaban en la mesa para comenzar la cena en un lugar extraño, allende la ría de Bilbao, cerca del monte Sinaí, donde el carvajo no era un árbol de tronco grueso y grandes ramas tortuosas, sino un bar de veladores con flamenquines muy decentes y mechá muy insolente.


Tomó asiento y observó la compañía de la que gozaba, reunida en una estampa singular, y aunque surrealista, más considerada como temática Pop que del manifiesto de André Breton. Se acordó de Peter Blake y de su portada para el disco de Los Beatles “Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band”. El artista Pop había utilizado un collage impresionante de personajes conocidos, todos apretados, asistiendo a un funeral desconocido. Pero en esta ocasión no existía ningún sepelio, pues lo más luctuoso de los congregados eran algunos matices de negro, como alivio de luto, tal vez, en un ambiente distendido y agradable. Esto era más de lo esperado en una usual bocanada de aire fresco. Se imaginaba al señor Blake y su entonces esposa, Jann Haworth, reunidos más allá, observando la escena para un nuevo collage como la portada del disco de los escarabajos. Allí estaban casi todos, huecos vacíos de ausencia se dejaban sentir, pero la cena colorista se completaba con comensales de la más variopinta locura, a veces necesaria para acudir a la verdad del mundo. Una serie de personajes tras la línea del anonimato, quebrada en aquella isla flotante de asfalto, donde los rostros dejaban atrás una realidad inventada. A la mesa, el Sr. Andreu, que aparcaba un espejismo de seriedad de lo visto y oído para declamar con bromas y buen humor, su verdadera forma de ser. A su lado, su Estrella, que no se llama así, pero posee las virtudes de un astro nocturno, pues brilla, y siempre supone la mitad perfecta a la pieza de su compañero. Juan reía detrás de su barba, alumbrado por una luz de gas eléctrica, y quizás el modelo a seguir por Peter Blake, pues era el único actor, con radio incluida, que comía esa noche. También estaba allí María de las Mercedes, muy guapa, y a pesar de ser Borbón, sin obedecer a las leyes del paso del tiempo, engalanada con bella vestimenta y haciendo halago de su anacronismo favorito. No sería el primero de aquella cena suspendida en la inconsciencia de un día ilógico y predecesor de otro más irracional si cabe. Acompañaba a Su Majestad un Fiscal, pero no de despachos amplios y tribunas de madera que preservan la ley de la justicia… no. Eso no. Otra clase de fiscal, amante de vértebras dorsales y mantos recogidos en la cintura. Más allá, en el vértice opuesto de la mesa donde se sentaba él, un zapatero recortado sobre fondo verde, se abanicaba el calor que se adhería con fuerza a los cuerpos. Y aunque todo pueda indicar que era un insecto, no lo era, pues la ficción a veces juega malas pasadas. Fue así como el Rocío de una mañana valverdeña, aún lejana, se materializó de la mejor forma posible. A su lado, Martín. Martín era sencillamente Martín, y eso era lo más espectacular de aquel niño que no necesitaba máscara, que reía cuando quería y protestaba cuando algo no le gustaba. Quizás fue observando a Martín, sencillamente Martín, cuando se dio cuenta que los adultos habían perdido esa libertad de reír cuando desean y protestar cuando algo no les gusta. La paciencia era la máxima virtud que atesoraban sus padres, dueños del Callejón de los Negros, también presentes, aunque el verdadero propietario era bocina del Cristo de la Sangre. Martín tenía una hermana, que también acudió a la cena, pero ya no era sencillamente una niña, sino una brujita cuyo perfil se recortaba en un fondo rosa chicle. Su nombre sonaba a composición de Serrat, y su cara era tan bonita como la letra de dicha canción. ¿Qué es esto?, se preguntaba. Miró a su siniestra y observó dos ojos azules que le sonreían Por la puerta trasera de una agradable sonrisa. A su diestra, el sarcasmo y la ironía tomaban forma en una Gata de ojos verdes y nombre de capital de imperio, toda una teoría del caos hecha persona. ¿Y él?, ni siquiera se había mirado.


Vestía de negro, pero no era luto. Y respiraba. Tomaba aire en sus pulmones de una forma inusitada. Tranquilamente y deleitándose con cada bocanada, pues no sabía cuando tendría que volver a sumergirse en la realidad. Y si aquello, finalmente, no era más que un sueño, estaba plácidamente despierto en una ficción onírica. Peter Blake no podría haberlos retratado mejor. Se acordaba del pintor inglés pop. O del Pop del pintor inglés. No sabía quién era el Sargento Pimienta. Más tarde llamó alguien, pero no era el sargento, pues resultó ser un general francés, también anacrónico, que no había podido acudir a la cena. De algo estaba seguro, y es que después de sobrevivir a la última inmersión, él no era aquel sargento que buscaba en los demás. Aunque tampoco creía que ellos fueran los integrantes de la banda del club de corazones solitarios. Todos eran buenas personas, de buen humor, mejor carácter y agradable compañía. Todo era muy divertido y tenía ganas de reír. Él, que en ocasiones se olvidaba de lo que era eso. Entonces cayó en la cuenta… Blake no podría haberlos retratado, por mucho que aquella escena le recordara la portada del disco de Los Beatles. El artista del Pop Art pretendía una protesta inusitada de la realidad de su tiempo. Una verdad oculta por la banalización de lo importante y la elevación sagrada de lo superficial. En los altares estaban la fama, el dinero, las imágenes comerciales, la parte individual de una sociedad inundada por nuevos iconos célebres que ocultaban todo lo anterior. La realidad de los sesenta se convierte en un collage que superpone los nuevos clichés, anónimos algunos, otros famosos personajes que encarnan los modelos que la sociedad pretende seguir, en una constante adoración. Detrás de esa superposición de planos quedan los verdaderos modelos de la vida, los sueños, las esperanzas, las metas, los trabajos, abandonados a favor de una ideología de estrellato contemporáneo, nueva e innovadora, frente al viejo pensamiento desligado de una exitosa realidad de fama efímera. No. Nada de lo que allí se contemplaba tenía que ver con eso. En aquella cena tan real como la fiesta de no-cumpleaños de Alicia, y tan ficticia como el montadito de mechá sin sabor, había gente que no ha perdido sus valores. Las máscaras cayeron sin necesidad de soltar amarres. Y la memoria ya no incluía el esfuerzo de respirar. El ritmo se adaptó perfectamente a la existencia onírica, si realmente era un sueño. Tal vez ni él mismo se había dado cuenta.


Lo de Bohemia fue un insulto. Allí se acabo la noche. Murió el día sin necesidad de que comenzase otro y un escalofrío le recorrió su cuerpo. Si se marchaba y volvía a dormir, tal vez despertaría en su otrora pesadilla de rutina. Tenía que mantenerse despierto. O soñando en esa superficie móvil que había encontrado. Ese pedrusco donde naufragó llevado por la marea, cuyo perfil cambiaba vertiginosamente y le ofrecía oxígeno gratis. ¡Gratis!. A veces un pensamiento horrible cruzaba por su cabeza. La comercialización de oxígeno a precio exagerado le causaba pavor. Y el caso es que sabía, porque no se le olvidaba, que adolecería aquel aire cuando tuviera que volver a sumergirse. Inmersión inmediata cuando sus ojos se cerraran para abrirlos bajo el agua. Pero ahora estaba en Bohemia, un insulto cuando la Rapsodia era sustituida por el zumo de mambo, perfecto para encender los motores de una brasileña que bailaba a ritmo desbocado. El resto fue breve. Y la arena cayó tan rápido del reloj como el agua desciende por una cascada. Agua… eso le recordó su inmersión. Se agobió y decidió no dormir. Diáspora de comensales. Como si de un espejismo se tratara, se desvanecieron los protagonistas de la cena. Estaba sólo otra vez, seguía sonando música, aunque no la reconocía, pero la isla permanecía a flote y él había decidido no dormir.


Sin saber cómo el tiempo avanzó, y sin estar dormido pero tampoco despierto, observó a la Esperanza. Y de eso sí se acordó. De su figura perfilada en el azul del cielo. De su tez morena. De su contoneo. Por eso quizás flotaba y oscilaba entre el ensueño etéreo y la realidad que estrechaba su isla. Pero estaba cansado. Agotado. Y tenía miedo. Un miedo indescriptible. Un pánico que había vivido anteriormente y que ahora volvía con una normalidad extrema, como si estuviera todo preparado para esa vuelta. Una preocupación le angustiaba y le rodeaba el cuello en un esbozo de llanto. La realidad, o tal vez aquel sueño que comenzaba a desvanecerse, estaba desvirtuado. Las imágenes aparecían a través de un cristal esmerilado. No supo nada más, pero tampoco se acordaba de cómo había llegado hasta allí. Sin saberlo volvía a tener el agua al cuello. Sintió que sus piernas le pesaban como dos barras de plomo. Intentaba mantenerse a flote. El final de nuevo. Otra vez a coger aire. No era rutina el aire que respiraba, sino pura y dura exclusividad, alcanzada sin esperarlo y arrebatada de la misma forma. ¿Había sido un sueño y acababa de despertarse o era ahora cuando cerraba los ojos para volver a tener una pesadilla prolongada?. No lo sabía, ni tenía mucho tiempo para pensarlo. Miró a su alrededor. Agua. Sólo una superficie dúctil y blanda, decidida a tragársele. La música que le había acompañado durante aquel día largo, o quizás doble jornada, se perdía en el aire. Ese ansiado aire. Entonces apretó su nariz con el pulgar y el nudillo del índice, cogió una bocanada de oxígeno y se dejó lastrar por la atracción de la realidad. Cuando llegó al fondo abrió los ojos. Borrosidad de nuevo. Todo atrapado en aquel mundo lento de visión turbia e imprecisa. Tocó la arena, como siempre hacía, deslizándola entre sus dedos. Y fue cuando sacó algo. Se le escaparon dos grandes burbujas de la sorpresa. Las lágrimas son más saladas cuando la amargura es mayor. Lloró y el agua se volvió dulce comparada con aquel llanto. Sostenía entre sus manos el escudo de su equipo. En lo más profundo. En la penumbra. ¿Era un sueño?, no. Era la realidad convertida en pesadilla. La música traspasó la densidad del agua. I’d love to turn you on¿entusiasmarme? Pensó. Y los recuerdos acudieron. ¡Ya está!, aquella canción de Los Beatles. El sargento Pimienta. La cena con aquellos personajes tan amables. Y su equipo. Bajo el agua, con los carrillos inflados y la visión entumecida, supo que estaría con su equipo en el hundimiento y cuando volviera a la superficie. Ahora y siempre. Me encantaría entusiasmarte