lunes, 31 de agosto de 2009

Es diferente



“Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí, en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos. Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada”Ocnos, Luis Cernuda

Es diferente. Está claro y fuera de toda duda. Es diferente cuando no la sientes cerca. Tan diferente como algo inexistente, pero añorado a la vez. Es el saber que no puedes tocarla, olerla, oírla, que no puedes besarla, contemplarla, degustarla, que no puedes sentirla. La carencia total de cada una de las emociones que tiñen tus versos de la memoria con bellos colores monocromos. No hay que darle más vueltas porque es así. Sin más. Pero a veces, sólo en ocasiones, es necesario recordar, y hacer recordar, y cuando la memoria ha desdibujado los perfiles nítidos de la última imagen, sólo quedará la sensación imborrable e incorrupta, inmaculada incluso, del primer sentimiento vivido, pero también revivido. Y no es otra cosa, sino el exilio, bien forzado bien placentero, el que hace quebrar nuestro corazón cuando acudimos a un Amor incondicional. Es ella, y siempre lo fue. Y lo es. Y lo será cuando su perfil aparezca insinuado en la tibieza del aire cálido que solo tiene su cielo, perfumada con la dama de noche de un manto iluminado, brillante bajo la luz que posee o sensual tras un velo calado de fina lluvia. Cuando aparece sentada a los pies de la Cuesta del Caracol, esperándonos justo después de la corona del Quinto Centenario, entre las cuerdas del arpa del Alamillo o detrás de un pequeño indio que otea el horizonte de asfalto.


Por muchas cartas que le quieran escribir a esa mujer de origen fenicio, entrañas romanas, alma árabe y nombre de reconquista, los recuerdos de las primeras sensaciones serán el perfume que nos embriague cuando estemos fuera. Y es diferente. Ya lo dijo don Manuel Chaves Nogales “Hay, sin embargo, otra ciudad -¡hay tantas ciudades en cada recinto!- para los exégetas meticulosos, para los líricos, siempre insatisfechos, hambrientos de un hambre insaciable de ideal”. Es diferente porque cuando no estamos cerca, es cuando nuestros momentos a solas, nuestra intimidad compartida, acude a borbotones y nos hace revivir de manera especial esa complicidad que solo tenemos con ella. Porque Sevilla es la Giralda, la Torre del Oro y los Alcázares para los turistas, pero para muchos de nosotros es algo más. Es un adarve fresco, un jardín templado calado de luz, el escarceo amoroso de la trasera de un palio, una tapita de boquerones en adobo, el brillo del Giraldillo cuando las nubes esconden al sol, el olor de la mañana de un domingo silente, la cervecita del Tremendo, la primavera de su otoño, la luz de su Viernes Santo, el albero de nuestra ropa el domingo de Feria, el sabor de la grama del Parque del Alamillo, el sonido que tiene el reflejo del río, la espina clavada de un Cisquero, el sabor de Triana, la esquina de Santa Catalina, el color de las fuentes, el tacto del Parque de María Luisa, el cajón que corona un Traspaso, la nieve con perfume de azahar, el verde de la Palmera, el frío luterano, el olor del Rinconcillo, la hiedra de la calle Mármoles, el rojo de Nervión, la muralla del Valle, la lona verdiblanca, los coroneles alineando soldaos de la calle Gerona, el sabor del incienso, el farolillo rojo, las croquetas del Ovidio, la mancha de cera en la chaqueta, el chirimiri que cala, el magnolio de la esquina, los calentitos celestiales de doña Juana, la palmera de San Juan de la Palma, el codazo del Vizcaíno, el suspiro de miel del Señor del Cementerio, los adoquines de la calle Sol o el Monasterio de San Jerónimo.



Sevilla no es la ciudad más bonita del mundo, a veces amanece acuchillada por zanjas, su transporte público adolece de mejora, es agobiada por obras y mutilada en su idiosincrasia interna, anclada en la mentalidad rancia de alguna élite vagabunda y asfixiada en su intento de contemporaneidad en muchas de las ocasiones. Pero a pesar de todo, la quiero, estoy enamorado de ella, no puedo, ni quiero, hacer nada por evitarlo, y ella lo sabe.

He vuelto, y quizás la mejor de las sensaciones sea la que tenía aquel niño de don Luis Cernuda cuando acudía en busca de la ciudad una mañana veraniega de domingo, uno de esos paseos exquisitos e íntimos que recuerdo cuando estoy fuera: “Pero siempre sobre todo aquello, color, movimiento, calor, luminosidad, flotaba un aire limpio y como no respirado por otros todavía, trayendo consigo también algo de aquella misma sensación de lo inusitado, de la sorpresa, que embargaba el alma del niño y despertaba en él un gozo callado, desinteresado y hondo. Un gozo que ni los de la inteligencia luego, ni siquiera los del sexo, pudieron igualar ni recordárselo”Ocnos, Luis Cernuda



Fotos de nuestro genial Canónigo