martes, 29 de septiembre de 2009

Ya no sale

Es un rito. Ya lo dijo don Rafael Montesinos, el rito y la regla. Todos tenemos un rito personal, cargado de símbolos e iconografía propia y familiar. Todos respiramos la tradición y costumbre enraizada en el corazón más profundo de nuestra semilla cofrade. Es así y así debe ser. Llegará el día, y como siempre, nos costará respirar. Llegará y necesitaremos inhalarlo entrecortadamente, como si el aliento fuera denso en nuestros pulmones y le costara entrar y salir. Nos faltará el aire y la emoción silenciará las palabras que sobran cuando hay gestos que lo llenan todo. Y habrá recuerdos, deshilachados en el ambiente por la ausencia de quien se quiere y no está. Será entonces cuando sintamos llegar el momento. Y no se hablará. Y será en silencio. Túnica sobre los hombros. Ya sientes el peso de la estación y el olor inmaculado, sin rastro del paso del tiempo. Huele a una tarde santa. A una noche eterna. Ceñirás cíngulo o cinturón de esparto. Botonadura o cola. Medalla propia y ajena, pero familiar. Y luego, cuando el aire que acaricie tu cara sea el de la calle, cubrirás tu rostro y serán tus ojos la única ventana de tu alma. Escucharemos a nuestras espaldas: ¡mira mamá, un nazareno!. Y habrá comenzado la Estación de Penitencia. Son los nazarenos dueños de su anonimato. El antifaz los convierte en iguales. Todos son figuras aisladas dentro de un conjunto equilibrado. El cortejo de la cofradía. Un año puede faltar uno, pero la gente no se da cuenta. Otro puede tener uno de más, pero tampoco se dan cuenta. Solo la madre, la mujer, el marido, el hijo, la hija, el amigo son conscientes de esa ausencia o de esa incorporación. Para el resto, es una masa articulada que se adapta al horario de paso. Un río de cera ardiendo que antecede al Señor y Su Madre.

Siempre he dicho que mis años comienzan en septiembre. Es en este mes cuando la vida laboral vuelve a ponerse en funcionamiento. Es en septiembre cuando queda un año para las vacaciones. Y es en este mes cuando empezamos a calcular con mayor frecuencia los días que faltan para Semana Santa. En esa cuenta, en la que caen las hojas del almanaque como marchitas manos de árbol, es cuando la ilusión se incuba de manera especial. Se acumula en nuestro interior y estalla el siete de enero, cuando la Estrella de Bagdad aún no ha dejado de brillar en el horizonte. Pero este año será diferente. Este año ya no sale. Dice nuestro amigo Diego que no quiere salir más. Dice nuestro amigo Diego que cuelga su túnica de red internacional. Ya ves, dirán muchos, un nazareno menos para el cortejo. Algunos no lo notarán, gran cantidad de internautas no se enterarán, a otros no les importará, pero muchos de nosotros notaremos el hueco en la fila. Dice nuestro amigo Diego que todo llega. Tal vez ya era hora de no volver a sacar más papeletas de sitio de este cortejo de redes. Tenemos que respetar su decisión, pues no cabe otra, pero no tenemos porqué estar de acuerdo. Yo no lo estoy amigo Diego, porque tus versos me han hecho reír, me han hecho reflexionar. Porque tus versos han traído incienso a mi cabeza, han sido la protesta de todos nosotros. Porque tus versos, amigo mío, me han emocionado. No me lo tengas en cuenta, que ya sé que tengo que respetar tu decisión, simplemente me he drogado demasiado con tus palabras y ahora, cuando vuelva a cruzar LaCava de la red buscándote, notaré tu ausencia en las filas. Son los nazarenos dueños de su anonimato. El antifaz los convierte en iguales, pero muchos de nosotros nos daremos cuenta que este año, cuando el azahar sea semilla y el incienso ni siquiera esté mezclado, nos faltarán los versos de nuestro amigo Diego, Lacava. Gracias por regalarnos tres años de exquisita elegancia escrita. Aquí tiene voacé su casa y, no te preocupes amigo, que dejaremos la puerta abierta, por si acaso se te ocurre regresar.

lunes, 21 de septiembre de 2009

911

Norman Bale tenía la esperanza de encontrar al culpable atrapado en el hilo de voz de la llamada que esperaba. Era su última carta, y ni siquiera estaba en la manga de la comisaría. Maldita corrupción. Estaba solo y masticaba con dificultad el ambiente viciado del escenario del crimen. Un experto en líneas telefónicas le había dicho que encontrar los apellidos del asesino sería tan difícil como besar a una mujer al empezar la noche. Se quitó el sombrero y pasó los callos de su diestra por la incipiente calva que se derretía por la coronilla. No le dolía el corte que tatuaba su mano de bellas costras amorfas. El humo etílico hace heridas que la memoria es incapaz de recordar. Echó un vistazo a su alrededor y observó la tramoya de aquel teatro grotesco. El cuerpo había caído más allá de la puerta de entrada. Se encontraron de frente pero fue estrangulada por la espalda, algo realmente extraño. Se conocían. El cabrón la atacó cuando se dio la vuelta, justo después de abrir. Ella estaba hablando por teléfono y no pudo reaccionar. Su último suspiro ahogado en el auricular, ése era el eslabón perdido, saber quién la llamó. Nylon hilado para apretar las cuerdas vocales de la víctima. Aún no había visto a la pobre mujer. Habían llevado el cuerpo al depósito y cuando llegó ya no estaba. A Norman siempre le parecía la muerte una dama excesivamente pálida y fría, portadora del invierno, y no por su aspecto, sino por su relación con el depósito de cadáveres. Tal vez por eso solía decir que prefería morir en un incendio o borracho de ron en la playa, donde la muerte no se atreviera a llegar. Le dieron un par de fotos que todavía no había ojeado, siempre tenía la costumbre de respirar con la vista cualquier detalle que flotara en el ambiente. En la casa no había ninguna pista del autor de aquella obra del crimen. Ningún indicio de robo ni tampoco de violación sobre la víctima. Y algo muy extraño… había agua en el suelo, pero ni rastro de sangre o cristales. Bale chasqueó la lengua y suspiró. En su cabeza había un concierto ilegal de tambores zulú que convertía el alcohol de la noche anterior en un malestar espectacular. Mientras aquella muchacha bailaba la danza de la muerte con un asesino, él fabricaba una impresionante resaca en algún garito putrefacto de la ciudad que ni siquiera recordaba. Era uno de esos días en los que odiaba la vida y buscaba venganza en la muerte. Sacó un cigarrillo y empezó a consumir el tiempo en volutas de humo.

Volvió a mirar el móvil. Steve le había pasado el número de un contacto capaz de piratear las llamadas de la centralita de teléfonos. No podemos hacer eso hasta que tengamos una orden, le habían dicho en comisaría. Menuda gilipollez. Él se buscaría sus medios para averiguar lo ocurrido. Todo confidencial. Todo ilegal. Norman conocía al colega de Steve por un número, el 911, y por supuesto, con esto el susodicho gusano se aseguraba protección, y no precisamente bajo tierra. No preguntaría para quién iba dirigida la información ni nada por el estilo. Algo limpio, fácil y eficaz. Sólo tenía que decir el nombre y colgar, entonces Norman tendría al asesino. A Bale le daba igual tener que recurrir a la calaña de los bajos fondos de aquella manzana podrida con tal de obtener buenos resultados en su trabajo. Terminó el cigarrillo y hurgó en el bolsillo de su gabardina buscando las imágenes de la víctima que pretendía vengar. El rostro que vio en las fotografías le arrancó la resaca de raíz y requisó su halitosis. Un brillo húmedo decoró la frente pálida que servía de visera a dos ojos incrédulos inyectados en sangre. En ese momento sonó el móvil. Pegó un salto y miró la pantalla como si no comprendiera nada de aquello. Un número oculto.

- ¿Sí?
- 911
-
Sí.
- Norman Bale.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Estabas equivocado

Llegábamos algo más tarde que otros años. Parecía que estaba saliendo todo a pedir de boca, aunque pareciera ser una trama cargada de golpes de efecto. El hilo argumentativo de esa película en la que todo va perfectamente hasta que al director, o al guionista, dependiendo de la soldadura del cerebro de cada uno, se le ocurre aliñar la historia con un quiebro. Y no una bicicleta o un taconazo llegando a la línea de fondo, pues sería espectacular, sino otro tipo de regate. Algo furibundo para el espectador. Pero, afortunadamente, iba todo sobre ruedas, o sobre zapatillas de esparto olvidadas por deportivas. Mejor, mucho mejor. Pero que todo estuviera saliendo bien no significaba que no llegáramos algo más tarde que otros años. Se notó enseguida. La gente se agolpaba con ansia y el ambiente traía aires cargados de humo aromático, pero aún no se veía ni la cruz de guía. Cogimos asiento frente a la farola que está a eje con la puerta. Un buen sitio. El suelo aún sigue siendo gratis. Desde allí podíamos contemplar la entrada sin problemas. Miré al cielo buscando estrellas. Enfoqué lo mejor posible, pero la contaminación lumínica había guardado las estrellas en la mochila de su luz, así que lo único que pude distinguir fue un negro perfectamente limpio. No llovería al día siguiente. Y casi enfrascado en mis predicciones miopes, el redoble del tambor sonó de la misma forma que huele un petisú recién hecho. Creció el rumor, aumentó el público y pronto regalaron pisotones y empujones a diestro, siniestro, delantera y trasera. Yo saqué mi cámara nueva. Una flamante Canon Reflex Digital que me hacía babear cada vez que la miraba y maldecir a final de mes. No tenía ni idea de cómo usar más de la mitad de los botones que ocupan su dorsal, pero si girabas el objetivo eras capaz de ver las imperfecciones faciales de un niño de dos meses. Poco más sabía, así pues, modo automático. Pulso el disparador y el flash ejerce una erección fulgurante. Presiono con más fuerza y la imagen queda petrificada en el momento exacto. Un instante del tiempo atrapado en un fragmento de segundo. Sientes la luz, ves la luz, pero sólo en tu recuerdo. No eres capaz de seguir el encendido y apagado lacónico del destello, solo intuirlo. Sabes que ha ocurrido, y como prueba de ello, aparece un resorte en tu memoria que queda archivado, pero apenas es una idea. Una impresión fugaz de algo familiar.


Todo es efímero. Me lo habías dicho con naturalidad. Me encogí de hombros y acepté aquella afirmación. Al fin y al cabo llevabas razón. Pero ese día, mientras esperaba al segundo de los pasos, supe que te habías equivocado. Todo tiene un final. La existencia es perecedera y el Barroco nos lo enseñó hace cuatrocientos años. La Semana Santa es barroca en su mayor parte. Contemplé aquel río de capirotes morados de hermanos nazarenos avanzando por la calle Oriente y girando en San Benito para aparecer su blanco inmaculado. El desgaste y la erosión se hacen patente en cada una de las marcas hechas por las horas. Los cirios han consumado el tiempo, y éste se ha evaporado en volutas negras y derretido en recuerdos sólidos. La cera puede ser un ejemplo brillante para ilustrar esta reflexión. Cuando los años hayan llenado de polvo el alma de la memoria, las cenizas de la vida sustituirán nuestra existencia. Fue entonces cuando me di cuenta que te habías equivocado, al ver aparecer al Santísimo Cristo de la Sangre. Tambores y cornetas para un Crucificado de suma elegancia y clase exquisita. Música para los cuatro clavos de la calle Oriente. Se siente el aire de Juan de Mesa en las manos de Francisco Buiza. Se palpa el Amor en la Sangre de Cristo. Giró y avanzó por la calle para encontrarse con la puerta. Desde hace años espero el segundo paso con otras cosquillas diferentes, con un interés especial. Y allí estaba el bosquecillo de ángeles mancebos, el Sacramento y el Hijo de Dios. Un nazareno levanta la mano. Lleva bocina. Yo te sonrío, intento saludarte y hago el mayor de los esfuerzos por hacer una foto decente. Al menos que se vea bien. Lástima. Otro año será. Me dio coraje porque no pude acercarme para decírtelo. Para comentarte que me había dado cuenta que estabas equivocado. Luego pasaron los días, las semanas y los meses. Nos vimos, pero nunca te lo he dicho. Y ahora, intentando escribir algo con sentido para ti y tu cumpleaños, me acuerdo de este momento. Menuda entrada que me está saliendo... ¿aún no sabes por qué estás equivocado?



Amigo Antonio, a veces nos da la sensación de que pasaremos desapercibidos en la vida. A muchos les preocupa este detalle pero para otros, no deja de ser algo inevitable. Me dijiste que es efímero cuanto nos rodea, que todo es perecedero. Quizás sea así. Algunos momentos son destellos cegadores. Imágenes desvirtuadas por el paso del tiempo que han perdido su nitidez. Recuerdos atrapados en figuras sin color. Son la pincelada fulminante de un instante atrapado en la memoria. Como la luz del flash. Sabemos que ha ocurrido y las sensaciones que tuvimos permanecerán intactas. En otras ocasiones, sin embargo, somos conscientes de cómo se derriten los años a nuestro paso, y aflora la angustia por el apetito voraz del tiempo. Todo se consume, como el cirio que nos acompaña en nuestra Estación de Penitencia. Cada año, una velita más en la tarta de la vida. Esta es la teoría y, casi siempre, la realidad. Pero la noche del Martes Santo, cuando contemplé el rostro del Cristo de la Sangre, su bello perfil compacto, más reunificado que el mesino del Amor, me di cuenta que no llevabas razón. Un hombre como tú no debe preocuparse por lo efímero o por el paso del tiempo. Lucía y Martín aprenden contigo los valores necesarios para moverse en este mundo que cambia cada día más. Lo sé porque lo he visto. Eso es suficiente. Esto te hará imperecedero porque ellos se encargaran de transmitirlo, como tú lo hiciste. Será la mejor forma de evitar la fugacidad de los momentos. Y luego está Él. El Cristo de la Sangre. Muchos de nosotros lo relacionamos contigo, y Él, amigo mío, no es efímero. Es eterno.


Para mi amigo Antonio en el día de su cumpleaños, dueño de un Callejón y de un Arroyo, palangana (nadie es perfecto), buen filósofo, gran persona, merecedor de una entrada mejor...

domingo, 13 de septiembre de 2009

Mihrab

A veces, el Amor es el motor que mueve al mundo, este detalle no es algo discutible, sino necesario. Es el engranaje que mueve la vida, o al menos debería ser así. Pero en otras ocasiones, el Amor escuece y duele. Se convierte en víctima de su propio crimen. Autor de aquellas grandes heridas que abrasan el espíritu de una forma incandescente. Es un dolor espinoso y agudo, que restalla como si veinte puñales cruzaran tu pecho en varias direcciones. Puede que entonces, sólo en ese momento seas consciente de que has amado. De que amas, aunque no seas correspondido. De que has tocado el Amor y has tenido la oportunidad de conocerlo. De saborearlo, aunque ya no puedas degustarlo más. De acariciarlo, aunque el tiempo y las circunstancias te lo hayan arrebatado de tu lado. Puede que por ese motivo te encuentres a ti mismo llorando, ante un espejo de lágrimas y no reconozcas tu reflejo. Que tus sentimientos salados resbalen por tus mejillas de la misma forma que la angustia abraza tu corazón. Sientes que todo se desmorona a tu alrededor y que nada tiene sentido. Pero tal vez, la peor de las sensaciones sea la del final. La de padecer las postrimerías de algo inolvidable. Un crepúsculo de emociones vividas que tocan a su fin en un momento determinado. Sientes un vacío enorme que sólo puede llenarse con la tristeza y la pena de lo que se va. La nostalgia y la melancolía se apoderan de ti y un velo nubla tu visión, desvirtuando la realidad. El resto, todos esos pedazos que se esparcen por el suelo, no es otra cosa que tu corazón, desvencijado y malherido. Destrozado por remiendos y puntadas que no han servido para unirlo. La soledad te tortura cuando los recuerdos te asaltan y te sigue cuando estás rodeado de gente. Nunca estás acompañado, excepto por ella misma. Atraviesas campos yermos por un sendero sin vida, donde el infinito se trasluce en una línea horizontal que separa el cielo de la tierra, y a los lados del camino, preguntas sin contestar. Por mucho que avanzas, nunca se pone el sol, pero tampoco está amaneciendo. Es un eterno atardecer. Un ocaso inmortal.


Puede que eso sintiera él, vagabundeando por la arena fría de la playa. Allí donde acabaron una noche, se perdió borracho de recuerdos. Nunca el silencio había estado tan sólo. Nunca la soledad había atormentado tanto a una persona. El sol se despedía del cielo y prendía fuego al horizonte. Se sentó en la arena para ver cómo avanzaba el tiempo, pero se encontró con un billete al pasado. Todo se presentaba como un eco de emociones vividas. No había aire. No había viento. No había ruido. No había nada. El silencio roto, solamente, por el bombeo continuo de un corazón a punto de reventar de dolor, mientras el astro rey, moribundo, exhibía su imperecedera agonía sin despedirse de la claridad del día. Las olas se encontraban en un abrazo cíclico con el mar una y otra vez, pero todo era silencio. Nada se atrevía a matar su soledad. A veces, la ausencia de algo o alguien, hace que su presencia sea más fuerte. Y allí estaba la caseta del vigilante, rodeada de un lienzo anaranjado que servía como telón de fondo a un momento blanquinegro. Hay ocasiones en las que te encuentras con tu pasado y los recuerdos asaetean tu alma. Y así estaba él, agonizando a través del tiempo y sus estampas oscurecidas por el desgaste de la memoria. Aquella torre, aquella casetilla anclada en la arena, le dolía en el alma, tal vez porque fue en ella donde descubrió abrazos con sabor a mar. Ahora estaba sola. Bajo su techo de madera, ya nadie se acariciaba con la mirada y se besaba con las manos, como hicieron él y ella esa noche. Ahora veía la estructura triangular como un elemento inmaterial. Un pormenor del destino prendido del cielo. Volatilidad de un lugar inmaterial, sagrado, como el mihrab de una mezquita.


Ninguna figura antropomórfica decora el mihrab. Nada que represente a su dios. Posiblemente ese carácter esotérico, ese prisma de inconfesable misticismo, adquiere su propia representación. Un muro orientado hacia la Meca. Sencillamente una pared que delimita el fondo de la mezquita, a eje con la entrada principal. Se puede rezar en cualquier lugar, siempre y cuando la dirección esté orientada a esa pared llamada quibla. Y en ella, como un sencillo punto cardinal sobre el que responder con las reverencias divinas, un nicho. Un hueco cóncavo que se abre para no albergar nada. O para albergarlo todo. Eso es el mihrab. El lugar donde está todo lo santo. No hay representación ninguna, pero a la misma vez, el significado que desprende, todo el poder que destila el vacío sacro, lo convierte en una parcela de un gran poder sagrado. La rica decoración a la que está expuesto, sus bellos ornamentos y la disposición de sus elementos, responden a unas pautas arquitectónicas, pero no esculturales o figurativas. En el mihrab, esa ausencia de figuración, se resuelve con la luz, que emana a borbotones y se derrama desde su cúpula. La mezquita solía ser un edifico oscuro, tan sólo iluminado por hachones o lámparas de titilantes y dubitativos rescoldos de luz. Sólo algunos puntos concretos, necesarios para no andar envueltos en la penumbra completa. Todo se intuía bajo un manto oscuro, y ni siquiera los bellos relieves o la decoración de ataurique, símbolo inequívoco del paraíso, podían verse sin esforzar la visión. Pero el mihrab era diferente. En el mihrab no había representación humana o animal. Pero había luz. Una luz etérea. Una luz fuerte y poderosa que entraba por los lunetos horadados en el tambor de su pequeña cúpula. La esfera superior, la media naranja que resultaba ser el techo de aquel hueco vacío, parecía flotar en el aire. La claridad de ese lugar cegaba al creyente tras salir de la penumbra de las naves de la mezquita. Era entonces, sólo entonces, cuando aquel resplandor se sentía más sagrado que nunca. Misticismo envuelto en el espíritu de lo sagrado y lo poderoso. Dios existía. Un Dios que no necesitaba representación alguna. La cúpula flotaba en un colchón de luz, dotado de brillos sobrenaturales, y el aire de aquel lugar desocupado, el único iluminado cenitalmente, se convertía en algo sagrado. Divino. Allí estaba Dios. El poder inconmensurable suspendido en un halo etéreo, sutil y vaporoso. Todo en ese espacio vacío, sin nadie aparentemente, pero lleno de una fuerza indescriptible.


Como si fuera un musulmán, se acercó a su mihrab particular y acarició su base. La madera estaba fría. Accedió a su parte posterior y tocó la subida. Los peldaños de la escalera estaban húmedos por el ambiente marino, y una leve brisa le susurraba al oído risas perdidas en el fondo de sus recuerdos. Caricias escritas en la arena que el aire del tiempo se encargó de borrar. Besos salados con espuma de mar que la bruma desvaneció. Sólo quedan los recuerdos atrapados en un álbum de soledad. Está sólo y roto por el quebradizo dolor de esos momentos vividos que ya no volverán. Tan sólo es una sombra del hombre que fue. No se acordaba de reír y tampoco se acordaba de olvidar. Daba lo mismo, porque el olvido te puede quitar a alguien de tu mente, pero no de tu corazón. Subió las escaleras hasta aquel reducto de su memoria, atrapado en un filtro monocromo, y se sentó en la base del nicho sagrado. El sol aguantaba su agonía y retrasaba su muerte en el lecho del horizonte. Y allí estaba, cansado de luchar con el destino y herido por varias estocadas de su propia vida. Un soldado atormentado por el transcurso de la batalla, agotado por el paso del tiempo, o quizás por la lentitud del reloj de arena. Un espejo desgastado, sucio y sin reflejo de nadie. A veces buscamos en el presente detalles del pasado, otras aparecen sin esperarlo. Quizás fue su subconsciente, pero consiguió verse a sí mismo desde fuera. Era como si su mente y espíritu hubieran abandonado su cuerpo. Pero no se veía sólo. Estaba apoyado en la baranda de la casetilla, la pared sagrada del mihrab, y la abrazaba a ella. Ya no era el sol, sino la luna la que bañaba con su luz la oscuridad de la noche. Ya no era uno, sino dos otra vez. Risas entrelazadas en murmullos cariñosos, mientras las olas y su melodía rítmica, sembraban el aire de besos salados. Era Amor y abrasaba con una pasión desbordada.


Volvió a su cuerpo, o quizás no lo abandonó nunca. Sólo era un viaje retrospectivo a lo más profundo de su alma. Allí donde los sentimientos se desbordan en oleadas de pasión incontrolable y campan a sus anchas sembrando emoción. Se sintió llorar. Se escuchó rompiendo el silencio del atardecer en mil pedazos. Volvieron las olas con su murmullo constante y una ligera brisa le envolvió en el eco de su lamento. Y su perfume prendido con alfileres de caña le acarició el rostro. Se levantó de un impulso y se asomó por encima de la barandilla buscando con ojos sedientos. Los rincones de la playa esperaban vacíos. Soledad inquieta y calma lacerante. Una angustia desgarradora le atravesó el pecho, mientras su mirada rastreaba queriendo encontrarla. Pero no halló respuesta esperanzadora y una trenza espinada decoró su ánimo. Lentamente, se acercó a las escaleras y descendió de su mihrab. La casetilla seguía estando fría y un aire gélido soplaba para despedirle. Las olas besaban la orilla con su espuma de plata y decoraban el ocaso con su rumor esponjoso y delicado. Todo se había consumado y las manecillas del reloj habían decidido avanzar. El cielo se vestía de un manto escarlata y el sol se ahogaba en un último suspiro, atravesando las entrañas del horizonte en su descenso mortal. Estaba de nuevo en el suelo granulado y deambuló en círculos sin saber dónde ir. Algo extraño sucedió entonces. Unas manchas pardas se convirtieron en exorno polícromo de la arena. Unas gotas de sangre cayeron a sus pies. No sabía si era el cielo el que se desangraba o si era él, que se había magullado al bajar la escalera. Pronto se dio cuenta que la sangre manaba de su pecho, donde una herida abierta le demostraba que tenía roto el corazón. Lo observó con pena y tristeza. Estaba ajado y maltratado, cubierto de remiendos deshechos y contusiones sin curar. Sacó de su bolsillo un hilo de sutura ensartado en una aguja esterilizada y remendó aquella herida que sabía se abriría pronto. La próxima vez que los recuerdos le acuchillaran el alma. La próxima vez que la ausencia le recordara que la echaba de menos.


Fue así como emprendió el camino de vuelta o, tal vez, prosiguió su viaje. Continuó avanzando por la arena fría y húmeda. A veces le daba la sensación de que todo le pesaba. Se sentía cansado y agotado, y un torbellino de preguntas asaltaba constantemente su cabeza. No solía encontrar las respuestas indicadas. Y era así como naufragaba en un mar de dudas e incomprensión, a la deriva de su propio destino. Luego volvían a sonar los tambores del tercio, suspiraba, sacaba la toledana y la vizcaína, se apoyaba basculando en su cadera y apretaba los dientes. Listo de nuevo para ganarse sus cuartos, aunque la paga se retrasase. El crepúsculo era de un azul marino exquisito. No había rastro de aquella sangre derramada por el sol. En su lugar, un bello filtro violeta, con tonos malvas, descendía como el principio de una nueva obra teatral a punto de comenzar. La noche estrenaba función en unos instantes y esperaba su salida a escena. Su foco principal ya iluminaba el telón. Era hora de huir. La luna amenazaba con traerle nuevos recuerdos.



'Servilletero', Tirada 7 (2004) - Chema Madoz

sábado, 5 de septiembre de 2009

Reina asesina

Elegante y con clase, te atrae como el alcohol perfuma la conciencia del etílico fumador. Pero no te equivoques, el armiño esconde secretos prohibidos de placer y la persuasión queda prendida con un buen toque sutil de Moet et Chandon. Cuando estés acariciando la refinada delicadeza de un pastel dulce, la sal que curará tus heridas saltará en puñados incontrolables ante una invitación inusual, pero tentativa. Irrechazable. Te engatusará con caviar, cigarrillos a medio fumar y la figura impecable de una dosis exacta de amabilidad, para ofrecerte una invitación al camino del deseo. Y es increíble. Espectacular física y personalmente. No podrás verlo, porque te cegará su acento aristocrático -baronesa- pensarás, y luego, siempre que se te apetezca, te deslizará el veneno de la pasión más fogosa. Cuando la conoces, no puedes dejar de mirarla, y su sensual contoneo perfumado te recordará a París. Un gusto exquisito que no se pierde siquiera cuando te desliza bajo su mirada la pretensión más oscura y placentera que hayas experimentado. En cualquier momento, a ese precio, recomendable.

Y es que muchos no lo saben hasta que lo prueban. Ella es tan elegante como una dama de noble cuna, pero tan letal como una reina asesina. En cualquier momento te dará a probar sus secretos más ocultos. El ardiente corazón de una llama por dentro romperá la voluntad en dos y la pólvora inflamará la dinamita. Te perforará el subconsciente como un rayo láser, y cuando quieras darte cuenta, la gelatina te habrá despeinado la cordura. Un apetito insaciable, ¿quieres probar?





Killer Queen


She keeps Moet et Chandon in her pretty cabinet
"Let them eat cake" she says just like Marie Antoinette
A built-in remedy for Kruschev and Kennedy
At anytime an invitation you can't decline

Caviar and cigarettes, well versed in etiquette
Extraordinarily nice
She's a killer queen, gunpowder, gelatine
Dynamite with a laser beam guaranteed to blow your mind
Anytime
Recommended at the price
Insatiable an appetite, wanna try?

To avoid complications, she never kept the same address
In conversation, she spoke just like a baroness
Met a man from China, went down to Geisha Minah
Then again, incidentally, if you're that way inclined

Perfume came naturally from Paris
For cars she couldn't care less, fastidious and precise
She's a killer queen, gunpowder, gelatine
Dynamite with a laser beam guaranteed to blow your mind

Anytime

Drop of a hat she's as willing and playful as a pussy cat
Then momentarily out of action, temporarily out of gas
To absolutely drive you wild, wild...
She's all out to get you

She's a killer queen, gunpowder gelatine
Dynamite with a laser beam guaranteed to blow your mind
Anytime
Recommended at the price
Insatiable an appetite, wanna try?


"Trata de una prostituta de lujo. Intentaba decir que las personas con clase también pueden ser putas. De eso trata la canción, aunque preferiría que la gente la interpretara a su manera, que vean en ella lo que quieran ver" - Freddie Mercury



Happy Birthday Freddie
05-09-46/05-09-09