lunes, 23 de noviembre de 2009

Cello

Una vez llegó un hombre a El Torino hablando de una mujer, el alma y el aire. Ese día, la barra lucía las manchas del viernes y la conciencia se quedaba pegada a la comisura de los labios de la bella Inés, que cantaba al otro lado del velo de alquitrán. Aquel tipo se dejó caer por el gaznate de las escaleras del bar pasada la media noche de los noctámbulos, y me pareció un espíritu consumido por la oscilante luz de la bohemia. Puso su sombra a remojar en una ginebra sin tónica y dejó crecer sus palabras con el humo de su cigarrillo. Recuerdo su mirada, desgastada de tanto usarla, pero pulida con un exquisito brillo de vida. Comenzó a recitar una poesía como presentación mientras su aliento tallaba el aire de volutas grises:

El alma es igual que el aire.
Con la luz se hace invisible,
perdiendo su honda negrura.
Sólo en las profundas noches
son visibles alma y aire.
Sólo en las noches profundas.
Que se ennegrezca tu alma,
pues quieren verla mis ojos.
Oscurece tu alma pura.
Déjame que sea tu noche,
que enturbia tu transparencia.
¡Déjame ver tu hermosura!

Una poesía al trasluz del aliento denso del bar era igual de chirriante que un vaso limpio tras la barra. Dejó que el ambiente viciado de El Torino secara mi impresión húmeda de ron y dijo el nombre de su autor. Manuel Altolaguirre. No acerté a decir nada más ingenioso que un sonoro silencio, adornado con la sonrisa sincera que guardo para los encuentros familiares. Era uno de esos hombres anacrónicos, sacados de una novela negra de viñetas monocromas. Me lanzó una pregunta cuando estaba leyendo las arrugas de sus ojos. ¿Has tocado alguna vez un cello? La respuesta negativa de mi cabeza le abofeteó media sonrisa seca en su cara. A veces la vida te da la oportunidad de conocer historias que cambian la tuya. A veces la vida te da la oportunidad de emborracharte de un alcohol diferente al etílico y puedes degustar vicios ajenos. Me dijo que había visto una mujer que era un cello. Me habló del sonido eterno de ese instrumento, de su esencia y de su forma y figura. Me contó que cuando la tuvo delante sintió uno de los sonidos más bellos que tiene la vida.


Estás hablando de una fotografía de Man Ray, le dije por primera vez roncando las palabras de mi garganta, pero con la misma seguridad con la que una voz sensual te invita a una cama gratis. Siempre he sido un experto para perderme entre los nutritivos escotes de las mujeres que asoman por El Torino. Agarro las curvas femeninas con la misma pasión con la que trabaja un escultor. No me importa gastar la lengua con los labios de bocas ajenas o tallar mi saliva con la madera de la nariz de Pinocho, si eso me sirve para salir acompañado cuando se acuesta la luna. Sin embargo, debo reconocerte que no supe interpretar el mensaje de ese tipo. Me miró sin saber de qué hablaba y me respondió tan serenamente como el silbido de un sicario tras despachar su trabajo.

¿Man Ray? No sé quién es Man Ray. Yo hablo de una mujer que conozco. Cuando escuchas hablar a un cello, el sonido de su corazón te atrapa como el canto de una sirena, como el alcohol embriaga los sentidos de un borracho. Puedes ver qué color tienen los sentimientos y la música de la vida. La elegancia toma forma y el perfume de las notas embriaga el ambiente. Así es la mujer que conozco. Te hace vibrar como las cosquillas del arco que dan vida a las cuerdas. Te hace temblar cuando te mira. Y su sonrisa parte en dos la conciencia racional de un hombre y vuelve cuerdo a un loco. Es capaz de derretir el fuego con su cuerpo. ¿Has conocido alguna vez a una mujer capaz de pintarse los labios con el carmín del vino? Así es ella. Elegante y con clase. Créeme cuando te digo, muchacho, que cuando la conoces jamás has sentido una tentación tan atractiva y prohibida a la vez. El alma es igual que el aire, con la luz se hace invisible. El alma del cello no se ve, pero se siente, sólo así eres capaz de tocarlo.


Fue eso. Nada más. No volví a verlo. Susurró una historia breve como el suspiro de un niño. Tenue como la luz amarillenta de la barra. El hilo destilado de su voz me acomodó una imagen borrosa en mi cabeza que sólo recuerdo cuando bebo ginebra. Desde entonces busco a una mujer que se parezca a la de Man Ray. Busco a una mujer que me enseñe el decálogo de la tentación del vicio y el alma oculta de un violonchelo. Cuando la encuentre le contaré mi historia y se la dedicaré para hacerla inmortal. Sólo tendré que decir: "para el cello que me enseñó cómo suena la vida..."